“¿Y si dejamos de premiar a los mediocres?”


"La mediocridad, al instalarse como norma, convierte a las sociedades en sumas de hombres clónicos, incapaces de reaccionar ante los desafíos" José Ortega y Gasset “La rebelión de las masas”, 1929

LA VOZ DE GOICOECHEA (Por 
Lisandro Prieto Femenía).-  La mezquindad y la mediocridad no son simples defectos morales individuales, sino que son fuerzas corrosivas que pueden fragmentar severamente el tejido social, minar el potencial colectivo y fomentar la alienación de las personas. Estas actitudes, al arraigarse en las relaciones humanas, bloquean todo tipo de cooperación puesto que desconfían del mérito de quienes puedan llegar a tener algún talento real que no sea chupar medias mientras que perpetúan sistemas de exclusión y envidia que atentan contra la convivencia armónica y el desarrollo comunitario.

Entendemos la mezquindad como la incapacidad de compartir bienes materiales, intelectuales o espirituales con generosidad, muy propio de la gente que es profundamente antisocial. Aristóteles ya nos advertía que la virtud de la magnanimidad es esencial para el bienestar colectivo. Desde su perspectiva, el mezquino no solo daña a otros, sino que se niega a sí mismo la posibilidad de trascender en comunidad: en su expresión más extrema, se convierte en una forma de egoísmo que erosiona la confianza y dificulta la solidaridad.

Para ilustrar el modo de vida mediocre y mezquino, podemos recurrir a la mitología, particularmente al mito que dio nombre al síndrome de Procusto, una metáfora tomada de los griegos antiguos que describe una actitud común en sociedades donde la miseria humana predomina por sobre el bien común. Procusto, reiteramos, un personaje mitológico, era un posadero que ajustaba a la fuerza a sus huéspedes al tamaño de su cama: si eran demasiado altos, les amputaba las extremidades; si eran demasiado bajos, los estiraba. En términos sociales, este síndrome alude a la tendencia de algunas personas a rechazar o limitar a aquellos que destacan o son diferentes, por temor a que su talento, virtudes o capacidades superiores los eclipsen.

El precitado fenómeno se observa con frecuencia en contextos laborales, educativos y comunitarios, donde el talento o la excelencia son percibidos no como recursos para el beneficio común, sino como amenazas al statu quo. Al respecto, el filósofo y sociólogo Max Scheler indicó que “la envidia social es la forma más tóxica de la mediocridad, pues busca nivelar a todos hacia abajo, impidiendo que los mejores se desarrollen” (“El resentimiento en la moral”, 1912). En este sentido, el síndrome de Procusto no sólo perjudica a los individuos talentosos, sino que también estanca el progreso colectivo al suprimir la diversidad y la innovación.

Pues bien amigos, en nuestra era de redes sociales, el síndrome de Procusto se manifiesta en linchamientos digitales o en críticas desmesuradas hacia quienes sobresalen en cualquier aspecto de la vida. El anonimato cobarde y la dinámica de la virtualidad no hacen otra cosa que amplificar el miedo al talento ajeno, transformando las diferencias en un objeto de burla o ataque violento. Sobre este asunto en particular, Slavoj Žižek indicaba que “el éxito de una sociedad marcada por la envidia y el resentimiento no sólo es difícil de alcanzar, sino que se convierte en una carga, ya que provoca el rechazo sistemático de aquellos que se sienten amenazados por el cambio” (“Living in the End Times”, 2010).

En contraposición a la mezquindad, la magnanimidad aristotélica se presenta como antídoto: la reflexión de Aristóteles sobre esta actitud en su “Ética a Nicómaco” sitúa esta virtud como una cualidad central para el florecimiento personal y social. Es que el magnánimo aspira siempre a cosas grandes, pero lo hace desde el conocimiento propio de su valor, evitando tanto la mezquindad como la vanagloria. Este equilibrio es esencial para Aristóteles, pues considera que sólo quien comprende su dignidad, puede aspirar a lo elevado sin caer en los excesos ni en las pretensiones vacías.

Aristóteles describe al magnánimo como alguien digno de honores, pero no como un buscador de reconocimiento a cualquier costo. La magnanimidad es, en este sentido, opuesta a la mezquindad, que se manifiesta en el rechazo a reconocer el valor propio o ajeno, y al mismo tiempo, contraria a la mediocridad, que evita aspirar a lo grandioso por temor al esfuerzo o al fracaso. Así, el magnánimo se presenta como una figura ideal de la ética aristotélica, capaz de armonizar la virtud personal con el impacto positivo en la comunidad.

En una sociedad marcada por la mezquindad, la magnanimidad actúa como contrapeso necesario. Aristóteles sugiere que el magnánimo, al conocer su valor, no necesita despreciar a otros ni competir desde la envidia. Por el contrario, su aspiración a lo elevado inspira y eleva a quienes lo rodean y acompañan. Esto, que parece ancestral y pasado de moda, tiene profundas implicaciones sociales: un tejido social sano requiere de individuos que no teman reconocer las capacidades ajenas, sino que sepan valorarlas y cooperar para alcanzar metas comunes.

"El magnánimo parece ser alguien digno de honores, porque aspira a las cosas grandes con base en su mérito, pero no las busca con mezquindad, pues conoce su propio valor" (Aristóteles, “Ética a Nicómaco”, IV, 3).

La carencia de magnanimidad en una comunidad, entonces, da lugar a dinámicas destructivas, como el resentimiento y el rechazo a la excelencia. Nietzsche, por ejemplo, al analizar esta misma idea desde una perspectiva crítica, sostenía que “lo que no aprendimos de los griegos fue la capacidad de admirar sin destruir; hoy la grandeza suele verse como una amenaza que debe ser nivelada” (Más allá del bien y del mal”, 1886). Evidentemente, Nietzsche ya notaba la tremenda dificultad que tiene la sociedad de reconocer la grandeza de otros sin que ello genere rechazo o envidia, una dificultad que la magnanimidad sí busca resolver.

“La masa odia al individuo que la ilumina, porque éste le muestra la mediocridad de la que ella se alimenta” (F. Nietzsche “Así habló Zaratustra”, 1883).

Por su parte, la reflexión de Hannah Arendt sobre la desintegración del mundo común está profundamente ligada a su análisis del egoísmo y la mezquindad como actitudes que minan el tejido social y la convivencia política. En “La condición humana” (1958), Arendt observa que la esfera política no es únicamente el espacio de la acción colectiva, sino también el lugar donde los individuos se encuentran como iguales y diferentes al mismo tiempo, compartiendo un mundo que los trasciende. Cuando señala que la desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo, Arendt está describiendo cómo el egoísmo exacerbado rompe el equilibrio entre el interés personal y el interés colectivo. En su análisis, la mezquindad no se limita al ámbito material, sino que incluye una incapacidad para reconocer al otro como un igual digno de derechos, perspectivas y contribuciones.

Recordemos que, para Arendt, la política se fundamenta en la pluralidad, es decir, la capacidad de los individuos para actuar juntos y deliberar sobre asuntos que afectan al bien común. El egoísmo llevado a su extremo, asociado siempre a la mezquindad, despoja a los ciudadanos de esta capacidad de privilegiar los intereses individuales por encima de los colectivos.

En un contexto como el nuestro, donde predomina esta actitud, el prójimo ya no es percibido como un compañero en la construcción del mundo común, sino como una amenaza o un competidor. Este proceso conduce a lo que Arendt describe como la “atomización” de la sociedad: un estado en el que los individuos pierden el sentido de comunidad y solidaridad, volviéndose aislados y desconfiados. La consecuencia de esta forma miserable de vida es la desintegración del espacio público, el ámbito donde las diferencias pueden ser negociadas y las acciones colectivas llevadas a cabo. Sin este espacio compartido, las sociedades se fragmentan en intereses caprichosos, incapaces de articular una visión de futuro común.

En el enfoque arendtiano, la mezquindad no sólo bloquea la capacidad de acción colectiva, sino que también destruye el carácter de acción misma, en tanto que la acción política es intrínsecamente generativa, es decir, tiene el potencial de crear algo nuevo y de transformar las estructuras existentes. Sin embargo, una actitud mezquina, al convertir al prójimo en enemigo, paraliza esta capacidad creadora y perpetúa la mediocridad, la inercia y el estancamiento. En este sentido, Arendt también conecta esta actitud con la crisis de responsabilidad en las sociedades modernas: cuando los individuos dejan de percibirse como corresponsables del mundo común, el espacio público se vacía, y las decisiones quedan en manos de sistemas burocráticos o autoritarios que no reflejan la voluntad colectiva. Este vacío, queridos amigos, es una puerta abierta a la naturalización de la tiranía.

“La desintegración del mundo común está precedida por una actitud mezquina que convierte al prójimo en un enemigo” (H. Arendt “La condición humana”, 1958).

Por último, es necesario que analicemos cómo la mediocridad social instituida estructuralmente ha establecido el precitado sistema moral improductivo del “nivelemos para abajo”. En sociedades donde la mediocridad es premiada y predomina como norma, el talento, la excelencia, la habilidad y la inteligencia son percibidas como severas amenazas en lugar de oportunidades. Este fenómeno no sólo refleja una incapacidad para gestionar la diversidad, sino también un miedo subyacente al cambio y a lo desconocido. El resultado evidente, es una cultura que castiga la innovación, la crítica racional y la distinción, prefiriendo la uniformidad por sobre la capacidad.

Recordemos brevemente al filósofo danés Søren Kierkegaard, quien al referirse al concepto de la “nivelación” en su obra “La enfermedad mortal” (1849) sostenía que “la nivelación es una victoria del hombre común, que busca destruir todo lo que sobresale, no por envidia manifiesta, sino por una indiferencia que niega el valor de lo extraordinario”. Este proceso de decadencia moral y cultural no sólo empobrece la creatividad y la capacidad de transformación de las comunidades, sino que también ha logrado perpetuar un estado de conformismo, donde la mediocridad se establece como un estándar incuestionable: si no me creen, fíjense ustedes mismos el nivel de nuestros gobernantes.

La dinámica instituida de la “nivelación hacia abajo” implica, evidentemente, un castigo implícito al talento y a la innovación, en tanto que aquellos que sobresalen son muchas veces objeto de exclusión, burla, crítica o sabotaje, lo que no sólo afecta su desarrollo individual, sino que priva a su comunidad de las posibles contribuciones que estas personas podrían ofrecer. Al respecto, recordemos lo que mencionamos líneas atrás sobre Žižek, quien anuncia que “en las sociedades donde la mediocridad predomina, el talento es desactivado no a través de la exclusión abierta y frontal, sino por la marginación sutil que trivializa cualquier intento de transformación” (“Living in the End Times”, 2010).

El miedo al talento es, claramente, un reflejo del temor de los mediocres a enfrentar sus propias carencias. En una cultura donde la banalidad es la reina y rectora de la cultura y la política, la diferencia se interpreta como una amenaza porque evidencia las limitaciones de aquellos que se conforman con lo indiscutido, es decir, con lo establecido. Este miedo, en lugar de motivar a la mejor, no hace otra cosa que reforzar una estructura social que desincentiva hasta el hastío la superación personal y colectiva, consiguiendo que miles de personas a diario sostengan la tan lamentable frase: “para qué me voy a esforzar, si es lo mismo, nadie lo nota, nadie lo valora”. Grave error.

Nuestro desafío es, evidentemente, superar esa realidad de la nivelación mediocre, mediante la construcción de una cultura del reconocimiento que aniquile el individualismo violento, señale sin pudor la inutilidad y la mala leche y proponga un nuevo esquema de valores donde se valore y potencie el esfuerzo y el talento. Esto requiere una reconfiguración de las dinámicas sociales, donde la diferencia no se perciba como amenaza, sino como una oportunidad para el aprendizaje y el crecimiento colectivo, puesto que el verdadero progreso social sólo es posible cuando tenemos la capacidad de reconocer el talento de cada individuo como un recurso compartido que apunta a enriquecernos a todos, si lo aprovechamos adecuadamente.

Cierro con esto: la solidaridad y el reconocimiento mutuo no son, solamente, principios éticos y morales valiosos, sino también estrategias prácticas (educativas, políticas y económicas) que fortalecen el desarrollo comunitario sostenido. La patética nivelación para abajo es un síntoma de una sociedad que le tiene miedo a la grandeza y a la excelencia, porque no sabe cómo integrarlas en su visión de futuro, básicamente, porque no quieren tener futuro. Superar esta triste dinámica social naturalizada exige una transformación cultural que fomente el respeto por la inteligencia, la capacidad práctica, la creatividad y el talento al servicio de la cooperación colectiva.


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