Podemos interpretar la autonomía como la capacidad que tiene una entidad para autogobernarse y tomar decisiones sin necesidad de intervención externa. Puntualmente en el tema que hemos escogido analizar, es un principio fundamental en el ámbito educativo, puesto que se manifiesta en la capacidad de un país para diseñar y gestionar su propio sistema educativo, ajustándose a sus necesidades, su cultura y su historia. Este concepto se vuelve especialmente crucial hoy justamente porque vivimos en un mundo hiper-globalizado, donde las políticas educativas son permanentemente influenciadas (sino determinadas) por modelos foráneos, promovidos por organismos internacionales con el interés de implantar e instalar en tierras lejanas a sus oficinas las agendas que ellos consideren “necesarias” para sí mismos.
En este punto, el concepto de “autosuficiencia” (“autarkeia”- autarquía) es fundamental en la filosofía de Aristóteles, particularmente en su obra “Ética a Nicómaco” (2004), en la cual la define como una condición necesaria para la felicidad y la realización plena, no sólo para el individuo, sino también para la comunidad toda. Aplicado al contexto educativo, este concepto nos sugiere que un sistema educativo verdaderamente autónomo debe ser autosuficiente, es decir, ser capaz de desarrollarse y sostenerse a partir de sus propios recursos culturales, históricos y sociales, sin estar dependiendo de modelos externos que nada tienen que ver con nuestra realidad. Vista así, la autosuficiencia se convierte en un ideal que pretende asegurar que nuestra educación contribuya efectivamente al florecimiento de la comunidad en su conjunto, respetando y promoviendo nuestra identidad nacional.
“Lo autosuficiente es aquello que, aislado, hace la vida deseable y carente de nada” (Aristóteles, 2004, p. 73).
Como bien señalamos anteriormente, la autonomía educativa no es solo un derecho de un país, sino una necesidad para preservar nuestro acervo cultural y garantizar que la formación e instrucción cumplan con el objetivo de capacitar ciudadanos comprometidos con su realidad social y cultural. En este sentido, el pedagogo brasilero Paulo Freire, uno de los más influyentes del siglo XX, sostenía en su obra “Pedagogía de la autonomía” (1996) que es fundamental contar con una educación que forme a individuos capaces de transformar su entorno, un objetivo que difícilmente se podría alcanzar si nuestros ministerios de educación están totalmente desconectados con nuestra realidad local.
La imposición de modelos educativos por las entidades precitadas no debe ser vista como una iniciativa de colaboración para el crecimiento y la mejora recíproca de los pueblos que apliquen sus recetas, puesto que la experiencia, al menos en Hispanoamérica nos ha demostrado que se trata más bien de una invasión cultural con propósitos económicos evidentes: aunque se disfracen de “buenas intenciones”, proponen soluciones que no consideran en absoluto las particularidades culturales, económicas y sociales de los países receptores. Al importar estos enlatados de agendas curriculares, se corre particularmente el riesgo de perpetuar una dependencia intelectual y cultural, donde las naciones pierdan por completo la capacidad de educar a sus ciudadanos conforme a una comprensión y valoración de su propio concepto.
En ese sentido, el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel ha realizado en su obra “El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad” (1995) una crítica muy dura, al menos discursivamente, contra lo que él llamaba “colonialismo cultural”, argumentando que “la modernidad es un fenómeno que tiene como contrapartida la colonialidad, y esta relación implica la subordinación de los pueblos colonizados en términos culturales y epistémicos” (Dussel, 1995, p. 12).
Otro día les brindaremos nuestra opinión acerca de la pésima y arbitraria aplicación que hicieron (y siguen haciendo) los autores posmo-progres, resentidos contra el hispanismo, del término “colonialismo”, concepto propio de la leyenda negra británica y comodín fundante de las filosofías deconstructivas de la “de-colonialidad”, pero al menos, tomemos su argumento para explicar que, aplicado al ámbito educativo, esto significa que los modelos pedagógicos importados perpetúan una forma de pensar que no corresponde en absoluto con nuestras vicisitudes, necesidades y realidades locales, impidiendo así que los estudiantes desarrollen un pensamiento crítico, autónomo y comprometido verdaderamente con su tierra.
Un claro ejemplo del fracaso de la implementación de enlatados curriculares en Argentina fue el sistema de Educación General Básica (EGB), particularmente el EGB3. Esta estructura importada fue parte de la Ley Federal de Educación sancionada en 1993, y dividía la educación obligatoria en tres ciclos: EGB1 (1° a 3° grado), EGB2 (4° a 6° grado) y EGB3 (7° a 9° grado), con un ciclo posterior de Polimodal. Entre tantos aspectos fallidos, podemos enunciar la fuerte descontextualización y fragmentación que introdujo en el sistema educativo, separando a los estudiantes de los ciclos inferiores y superiores, creando discontinuidades absurdas en el aprendizaje y sus correspondientes dificultades en la adaptación, ya que los alumnos debían cambiar de institución y, a veces, de modalidad, entre ciclos. Además, la implementación nunca tuvo en cuenta las particularidades de las localidades y regiones nacionales, lo que llevó a un desajuste entre las necesidades educativas de las provincias y el modelo impuesto. También es preciso recordar que la transición hacia el EGB3 fue compleja debido a la falta de infraestructura adecuada, sobre todo en las provincias económicamente más desfavorecidas, y ni hablar de la casi insuficiente capacitación de los docentes para adaptarse al nuevo sistema. Esto generó, básicamente, una educación desigual, donde no todas las escuelas estaban en igualdad de condiciones de ofrecer el nuevo ciclo de manera eficiente. Por último, y por ello más importante, es preciso destacar que diversos estudios realizados en la primera década de los 2000 indican que el EGB3 no logró mejorar los niveles de aprendizaje ni reducir la deserción escolar. De hecho, en algunas áreas, el abandono escolar aumentó considerablemente debido a la falta de recursos, motivación y apoyo para los estudiantes en la transición hacia el ciclo Polimodal.
A raíz de estas dificultades mencionadas, y otras tantas que por cuestión de espacio no pudimos incluir, el sistema EGB fue objeto de críticas tanto de educadores como de especialistas en políticas educativas, aún y a pesar de que en el año 2006, con la sanción de la Ley de Educación Nacional N° 26.206, se eliminó el EGB y se pretendió volver al esquema tradicional de primaria y secundaria, reconociendo superficialmente los problemas y el fracaso del intento anterior, pero sin lograr salir de la encrucijada aún vigente en la que nos sigue poniendo el analfabetismo funcional.
Al igual que las modas van conformando formas de ver y pensar, los modelos importados de formación docente también influyen en la problematización de la autonomía educativa en tanto que los docentes no sólo transmiten conocimientos, sino que también forman en valores y actitudes a las futuras generaciones. Justamente por ello, su formación debería estar profundamente enraizada con la realidad en la que se desempeñan como profesionales de la formación ya que un sistema educativo autónomo debería tener la capacidad de diseñar sus propios programas de formación docente permanente, que respondan a los requerimientos propios de cada nación, integrando tanto el conocimiento global como las particularidades culturales, históricas y productivas de cada país.
Al respecto, Fernando Savater en su obra “El valor de educar” (1997) sostiene que la educación debe adaptarse a los contextos locales para ser verdaderamente efectiva y relevante porque aquella “autonomía educativa” permitiría que los programas de formación de profesores se diseñen con una visión integradora, que no menosprecie los conocimientos teóricos y prácticos globales sin por ello tener que convertirlos en los únicos disponibles en cada territorio específico, puesto que debemos entender a la educación, según dice Freire, como “un acto de creación y no de repetición” (Freire, 1996, p. 30).
“La educación debe ser un proceso que respete y cultive la identidad cultural, no un instrumento para imponer una visión homogénea del mundo” (Savater, 1997, p.38).
La búsqueda de esta independencia es crucial para la soberanía cultural y el desarrollo de una nación que cuente con una educación verdaderamente significativa, propia y transformadora. Bien sabemos que cada país tiene el derecho (y la responsabilidad) de decidir cómo formar a sus docentes y alumnos, asegurando que el sistema educativo se encuentre en consonancia con su contexto real, su cultura y sus necesidades primordiales y eso sólo se podría garantizar con la construcción de un sistema educativo que se aboque no sólo a preparar a los individuos para ser aptos en una idea global de “mundo”, sino que también los forme como agentes activos de cambio capaces de mejorar su propia realidad.
Si, ya lo sé, no es nada sencillo lo aquí propuesto, pero en cuanto seamos conscientes que vivimos en un mundo cada vez más globalizado, donde los modelos educativos foráneos que se presentan como “soluciones universales” y no son más que formateos universales, es esencial que cada país defienda su autonomía en general, y educativa en particular. De igual manera que uno se siente autosuficiente cuando no le debe nada a nadie, nuestras naciones requieren de la independencia que representa el preservar la identidad cultural y construir un sistema educativo que retorne el camino de la formación de ciudadanos críticos, aptos para la vida cívica y política, pero, sobre todo, comprometidos, entusiasmados y capaces de transformar su entorno, su tierra, en fin, sus destinos (sin depender más que de nosotros mismos, que nos conocemos más y mejor que los de afuera).
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