LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Edgar Espinoza, columnista).- De tanto hablarles aquí a ustedes de la vejez, mi vejez, ya siento susto de mí mismo.
Viéndome en detalle, me espanta saber que todo o parte de lo que cargo dentro de mi ser tenga ya 80 años de andar mundaneando.
Digo parte porque algunas funciones o se me han salido del radar, o ya partieron a manera de avanzada hacia las pailas luciferinas.
Enhorabuena porque siempre es útil anticipar al enemigo.
Lo de afuera no me preocupa tanto porque me lo estoy viendo todo el santo día y ya sé por dónde va la procesión.
Botox y colágenos incluidos.
Pero lo de adentro, toda esa kilometreada relojería biológica mía, bien podría estar resintiendo ya el sobrepeso del tiempo.
Me lo dice el mismo cuerpo, al que he aprendido a escuchar cada mañana a través de un breve escaneo orgánico.
En realidad, más emocional que orgánico porque lo hago con los nervios de punta.
Conscientes de que cada uno depende del otro para funcionar, mis órganos se hablan muy a menudo entre ellos para ver cómo pinta el milagro de seguir viviendo.
Ayer escuché al corazón decirles a todos ellos que, a ese momento, había latido ya 4.204.800.022 veces para mantener a este cromo, que soy yo, aun cortando la respiración de las güilas.
De las de 85 en adelante y subiendo
Quejándose o no, me pareció una mezquindad de su parte estarme llevando la contabilidad con tanto detalle y precisión.
Dejando deslizar entre sus compañeros que en cualquier momento se rebela y me manda pa la vela.
No le reclamo porque llevaría yo las perder si se encabrita y me desconecta antes de la cuenta con un treponazo de presión.
Amén de que le reconozco, y agradezco, lo paciente que ha sido conmigo a la hora de las turbulencias propias del amor y el desamor.
Que inexorablemente pasan por los sistemas de bombeo suyos alterando, a velocidad de escape, sus «bum-bum-bum...»
Por eso ahora ando bien mosca poniéndole cuidado a cada punzada, cólico, tirón, estornudo, tos, hipo o suspiro que sienta.
Síntomas que de joven no significaban nada, pero que, a mi edad, pueden ser un sirenazo sobrenatural de «esto fue todo, mae» y al horno.
En realidad, hornos: el de la capilla aquí y el de la parrilla allá, sin descuentos ni saldos a favor.
De muchacho yo me «mandaba» a medianoche una «olla de carne» con vino de nance y tajada de queque con helados y me iba a dormir como un bendito.
Igual a veces se me iban las noches entre pasiones y canciones, bares y lupanares, flirteos y meneos, aventuras y locuras…
Y al otro día, al brete, arrastrándome con más pinta de indigente que de gente.
Ahora, en cambio, no aguanto ni un té de manzanilla a deshoras sin que la tos del reflujo y el ahogo me den otra campanada.
Por dicha el cerebro es mi aliado en esa diaria conversa intraorgánica porque, antes de juzgarme y sentenciarme, les pregunta a todos, uno por uno, cómo se sienten con los 80 encima.
El hígado, el páncreas y los riñones se quejan de la exageración de mis «gin and tonic», ron colorado y vinos durante mi loca juventud.
Y de las bocas de rodilla de cerdo a la crema y chorizos a la mexicana sumergidos en su queso flotante.
Lo que me recuerda la vez que, estando a carcajada limpia en una taberna de Santa Ana con un conocido mío, este, de repente, cayó redondo al suelo.
Para mí, literalmente, se murió de la risa, pero el acta de defunción lo decía en un lenguaje más forense: «infarto de miocardio».
El pobre ni siquiera se pudo terminar los frijoles blancos con «gabardina» (pellejo) que tanto se estaba disfrutando y relamiendo.
Ante esto, y tomando en cuenta que también soy hipertenso, desde entonces ya ni sonrío.
¡Mirala!
De ahí que mi sistema nervioso proteste de que, desde entonces, ando demasiado saltón y paranoico.
Obsesionado con una presión de lujo a punta de linaza, piña, apio, pepino y perejil licuados que me bebo siempre antes de acostarme.
Y rechazando manjares tipo «ravioles cuatro quesos», con cerveza y «tres leches» por piedad a los más de cien millones de neuronas intestinales que tienen que vérselas con semejante antojo.
Sé, por supuesto, que de algo me voy a morir, pero quiero demostrarle a «La Huesuda» que no soy nada fácil y que, si me pretende, se la tendrá que sudar a lo macho conmigo.
O a lo macha, por aquello del género.
De ahí que, para evitar riesgos, me cuido como hipocondriaco de lo que como, hago y trago gracias a un cambio radical en mis hábitos de vida.
Algo que, en sus catarsis con el resto de mis órganos, me agradece, por ejemplo, el sistema digestivo que no volvió a padecer de los remezones gastrointestinales del pasado.
Detonados siempre por los gallos de salchichón (sin filtro) en su mayonesa.
Lo que antes yo no hacía, ahora lo hago con la mayor pulcritud hasta en los más ínfimos detalles para mantener de lejitos y distraída a «La Flaca», como también la llamo.
Desde monitoreándome el aliento, dándole volumen al tórax, endureciendo los «cuadritos», haciendo aeróbicos con el ombligo (sin perreo) y rotando 180º la cintura, hasta… (mejor no sigo bajando porque en los detalles está el demonio).
Mi piel otrora reseca y cacreca es hoy de lirio (¡ay!) merced a la combinación «espantarrugas» de jalea real o miel de tomillo fermentada con rosa salvaje.
«Querida ‘Huesuda’: te la pelaste conmigo…»
No más azúcares ni postres salvo el del jugo de granada que, como excelente afrodisiaco, pone a la libido a mil por hora, y al sistema reproductor, como locomotora.
Y si, encima, le agregamos un par de gotitas de jengibre, que el Señor nos libre.
Por eso, en este trance del eros senil se aconseja tener mucha precaución, no vaya a ser que, a la hora del «kamasutra», todo se nos desnutra.
Sin embargo, lo que, por sobre todas las cosas más hay que proteger de los ochenta en adelante, son, aunque ustedes no lo crean… las piernas.
Por dos razones
La primera, porque cuando todo el cuerpo ya se te cayó o desfondó, serán las únicas que te lo sostengan, silla de ruedas aparte.
Por cierto, para fortalecer las piernas son muy recomendables hoy en día las «sentadillas con barra» (no confundir con «sentonazos»).
También los «saltos de tijera» y el «peso muerto rumano» (no el tuyo, que se da ya por descontado).
Y la segunda razón, porque nada hablará mejor de tu salud, garbo físico y bienandanza que poder llegar por tus propios pasos al hueco eterno.
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