Digo «empezamos» porque,
aunque todavía faltaba mucho para llamarnos Costa Rica, ya se sentía en
nuestras primeras tribus ese gen del «ticazo» que hoy nos distingue.
Alegre, despreocupado,
informalote, carebarro, impuntual, arriado, fiestero, enamorado, tragón,
indeciso, atenido...
Solo así es posible
explicarse que, no bien llegaron a estas tupidas selvas, los aborígenes
anduvieran felices y turumbas bebiendo fermentos de mango, caimito y marañón
hasta caer redonditos al suelo.
De allí que, al saberla
tierra ubérrima, olorosa a nueva y tropical, se instalara en ella a comerse
todo lo que colgara de sus árboles, brotara de su suelo o se asomara de sus
aguas.
En cuestión de semanas
ya comían tepescuintle y guatusa con yuca y camote asados en sus fogatas
primitivas a la orilla del mar, en las cejas de montaña y en valles y sabanas.
En la noche, entre
hechizos y bebedizos, boquitas de raíz, plantas silvestres, danta y saíno,
degustaban las anécdotas del día al abrigo de armazones de palmas y bejucos con
tapavientos.
Que no taparrabos pues
aún entonces, sin mayor incidente, podían exhibir al aire libre su arsenal
reproductor por un tema más de comodidad, rapidez y ventilación.
Más acá, por el año
1500, ya más civilizados y encendidos, los naturales ticos se entregaban en
cuerpo y alma a sus rituales entre cortejos y festejos, pitos y timbales,
chicha y amor libre a todo calibre.
Claro que entre ellos
tenían sus escaramuzas que resolvían a flechazo limpio en el campo del honor
siempre en aras del poder y las jerarquías políticas y territoriales.
Pero nada nuevo, en
realidad, bajo el cielo.
Hasta que dos años
después se nos vino encima, con Cristóbal Colón al frente, el choque planetario
que nos devastó, cambió y marcó la vida para siempre.
Ya nada nunca más fue
igual con los conquistadores aquí sometiéndonos, mestizándonos y
adoctrinándonos a lo largo de varios siglos.
Hasta licuarnos en un
veteado multiétnico ya no bajo la férula de un cacicazgo de plumas y tatuajes
sino de una monarquía de oros, amantes y diamantes a control remoto.
Un tico de mezclas
hidalgas y plebeyas, sangre azul y bastardías, blancos y cholos rancios,
aristocracia terrateniente y, por supuesto, el infaltable peón.
Un tico olvidado,
ninguneado y en el último vagón del tren centroamericano capitaneado por el
virreinato de Guatemala con sus licencias y preferencias.
Un legado y una
transición con un saldo en rojo al llegar nuestra población a la Independencia,
afectada por una conquista y colonización desde el principio traumática y
enajenante.
Llegamos como los más
pobres de Centroamérica y quizá del continente, fracturados por localismos
políticos incapaces de dar unidad y contenido al nuevo Estado.
El socollón de 1821 nos
metía otra vez en la vorágine del cambio y de un nuevo paradigma para el que no
estábamos preparados.
No hubo tiempo para
brindis ni algarabías.
El desconcierto, las
pugnas y los localismos marcaron, a su ritmo, nuestro paso hacia el nuevo
Estado y la posterior declaración de la Costa Rica como República.
En medio de todo, la
actitud visionaria, patriótica y valiente de nuestros líderes, y del pueblo
mismo, se fue imponiendo para encaminar al país por la senda de la libertad y
democracia.
Y de la economía de
punta cuando la exportación de café fue sacando pecho, dándole fuelle a nuestro
desarrollo y modelando los nuevos perfiles sociales.
La llegada de los
liberales en 1870 le pegó ya un mayor turbinazo al país con seis magnas obras
inéditas para nuestra calidad de vida y bienestar.
Entre 1890 y 1910, en
apenas veinte años, dos ferrocarriles que unieron ambos mares con la capital.
Además, la
electrificación de San José, el tranvía, el Teatro Nacional y un notable
impulso a la educación que nos pusieron entre los países más avanzados de
América Latina.
Entre 1910 y 1948, sin
embargo, una sucesión de acontecimientos nos apagó la sonrisa e impusieron
nuevos desafíos.
Desde terremotos como
el de Cartago en 1910, hasta dos guerras mundiales, la Gran Depresión y dos
golpes de Estado.
Entretanto, la
aristocracia cafetalera de abolengo y pierna cruzada a la europea, se repartía
el poder político y económico con toda suerte de privilegios.
El tico-ticón, por su
lado, hacía su vida a otro nivel feliz con su aguadulce y pan casero, turnos y
corridas, amores clandestinos y rezos para el perdón, carretas de bueyes y
manos curtidas por la siembra y la cosecha.
Pero sin dejar de ser
consciente de las turbulencias del poder contra las cuales reaccionó siempre,
con movimientos de protesta, tanto en el siglo XIX como en el XX.
Un tico cabreado
Con todo y todo,
1940-1950 fue una década de reformas sociales que, si bien al principio pintó
favorable para ese ciudadano, al final este acabó pagando muy caro con la
revolución del 48 y la estela que hasta hoy se prolonga.
Como el devastador
tsunami de instituciones autónomas y semiautónomas que, a la par de un gasto
público y burocracia cataclísmicos, sindicatos incluidos, nos pusieron a los
ciudadanos de rodillas.
Dando pie al Estado
corrupto del hoy exclusivo club VIP de amigos políticos, empresarios,
periodistas y narcotraficantes, y no al ente esperado al servicio del ciudadano
que lo mantiene a muy alto costo.
Como la desigualdad,
que ha creado distancias de años luz dentro de la familia costarricense, otrora
más unida, solidaria y devota a su patria.
Ahora, gracias a ese
Estado sin pies ni cabeza, pero con sus buenos tentáculos, tenemos que convivir
con narcotraficantes, sicarios y gatilleros.
Con la industria porno,
las corporaciones de estafadores por internet, el blanqueo a todo nivel, la
inseguridad, el turismo sexual contra menores…
Con migraciones
indeseables porque ven en Costa Rica su emporio ideal para delinquir,
refugiarse, violar y hacer negocios turbios.
Por eso, enhorabuena
este cambio actual que, contra viento y marea, el ciudadano empezó a impulsar.
Siempre en ruta hacia
el futuro digno y justo que tanto anhela.
A veces miro hacia muy
atrás y me pregunto qué hubiera sido de los ticos si nos hubiéramos quedado
aborígenes.
Una potencia tribal.
*
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