Nos hemos globalizado, pero no humanizado; sólo hay que adentrarse por los caminos del orbe y divisar los horizontes de todos los continentes y culturas, para observar un mundo desgarrado y atormentado por la violencia, en el que prolifera el hambre y la pobreza. La sociedad tiene, pues, que despertar. No puede seguir cultivando la duda y el cinismo; la incoherencia, el miedo a comprometerse y la impotencia, necesitamos madurar internamente para no vivir en lo imaginario. Toda esta atmósfera creada, es el resultado de decisiones humanas; generadas en parte, por la dictadura de don dinero y de una economía que nos aborrega, a través de una visión de la vida en la que aquello que no produce, tampoco debe cohabitar, lo que contribuye a alterar el sentido armónico, tanto de lo que nos vincula socialmente en favor del bien común, como de nuestro propio sentido ciudadano. No olvidemos que la concordia es lo que nos hace crecer; sin embargo, la discordia nos devasta.
La ciudadanía no puede destronar sus orígenes; pero, simultáneamente, tiene que afianzar su sentido de pertenencia al mundo entero, lo que le obligará a contribuir a la transformación del sistema económico y financiero en nombre de la equidad. En efecto, cada uno de nosotros en mayor o en menor escala, hemos de luchar contra este clima que todo lo corrompe, considerando en toda coyuntura los derechos humanos, para crear un planeta al servicio de los vivientes; en la que la mística tampoco puede estar ausente del campo social, con un mismo pensar y un idéntico sentir. Ciertamente, el instante actual no deja de ser laborioso: hay que concertar tantas tradiciones diversas, hay que convenir tantos intereses mundanos, hay que resolver además tantas penurias económicas…, que los quehaceres son muchos y el tacto responsable escasea. Por supuesto, no solamente hay que indignarse hace falta también comprometerse con la verdad. Este ha de ser el camino: lo auténtico.
Crear un mundo al servicio de todos los seres humanos, sin exclusiones, es labor conjunta; puesto que es la suma total de nuestros medios enérgicos, los que han de entrar en batalla. Por otra parte, además, vivimos en un espacio en el que los pueblos y las culturas requieren de una interacción; pero, paradójicamente, lo que se acrecienta son las tensiones y las injusticias que suelen acompañar a estas angustias. Sea como fuere, bajo el paraguas de esta atmósfera de incertidumbres, hay que sumarle la degradación de la naturaleza por la actividad humana, la explotación de los recursos naturales, así como la baja confianza en las instituciones, lo que genera una crisis múltiple, que debe instarnos a responder con celeridad, sobre todo a las realidades de la migración forzada, a las personas indefensas o familias desarraigadas, promoviendo la humildad mutua entre gentes de diferentes culturas. En ocasiones, tenemos más necesidad de respeto que de pan.
Desde luego, no hay nada más apreciable que la tolerancia con una sensata dosis de aprecio, para hacer frente a la parcelación por precio de interés, al odio por afán vengativo, a nuestras miserias por desvelo inhumano. Por otra parte, lo despreciable hemos de desterrarlo también de nuestro camino, me refiero a esa sumisión sustentada en el recelo, que al final, acaba por empedrarnos el corazón, deshumanizándonos por completo, mientras el ansia y la indigencia están extendiéndose como jamás. Quizás tengamos, entones, que cambiar nuestras prioridades en una época en que la sombra del autoritarismo se cierne sobre nosotros, lo que nos reclama una mayor naturalidad en las acciones y un cierto universalismo ético. Lo que no es de recibo que prosigamos en la absurda falsedad, mientras la naturaleza nos pide respuestas justas para alcanzar el equilibrio. Pasemos página, de una vez por todas, que no hay mayor mentira que la verdad mal entendida.
En cualquier caso, quiero pensar, que ha llegado el preciso momento de poner en práctica lo prometido, ya que el último informe de la ONU sobre los Objetivos de Desarrollo sostenible (ODS) revela que 23 millones de personas más se verán sumidas en la carencia extrema en 2022, y que padecen necesidad 100 millones más de personas que hace tan sólo cinco años. Ante esta palpable situación, la lucha contra las personas desfavorecidas presupone la realización de una justicia real y no de mera boquilla, honesta e imparcial. Lo mismo sucede con la intensificación de los conflictos, la violencia jamás resuelva nada, ni siquiera disminuye sus consecuencias dramáticas. Únicamente, la donación total y el diálogo sincero, sostenido en sólidas leyes morales, facilitan la solución de las contiendas y favorece el respeto a la vida, a toda existencia humana. Por desgracia, la sociedad continúa dividida entre los que lo tienen todo y los que no tienen nada, entre los que tienen más comida que apetito y todo lo derrochan, mientras otros tienen apetencia y nada que llevarse a la boca, aunque están en permanente búsqueda.
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