La brutalidad de Hamas es indiscutible: atacar y matar a más de 300 jóvenes que se encontraban en un recital y que se transformó en una masacre salvaje y cobarde. Como es obvio de esperar, la respuesta del Estado de Israel ha sido la de intensificar el cercado de una población que desde hace tiempo se encuentra prácticamente hacinada en Gaza, sin servicios básicos y esenciales para la supervivencia y reventarla a bombazos dejando una cifra escalofriante de infantes muertos. Mientras tanto, el resto del mundo hace gala de su banalidad al condenar o apoyar a unos u otros.
Como ya se vio en otras oportunidades históricas, además de los barbáricos asesinatos a civiles que nada tienen que ver con los conflictos geopolíticos, se sumó al accionar terrorista un cúmulo de secuestros de un centenar de civiles y militares a los cuales pretenden usar como señuelo para negociar de manera perversa: la amenaza consiste en matar, torturar, mutilar y violar por cada bombardeo recibido por la nación israelí. Como es de esperar en tiempos de perversidad mediática, no sólo se aniquilarán esos cuerpos, sino que también se pretende desmoralizar compartiendo por plataformas internacionales de entretenimiento digital a la mano de todos (niños incluidos) los videos y fotografías de lo que estos animales consideran bien de cambio en una negociación.
Asimismo, y siguiendo con la línea coherente de la contribución permanente al morbo mediático tan rentable y requerido, Hamás documentó y esparció por la red material en el cual se puede apreciar cómo en el kibutz Kfar Aza al menos 200 residentes fueron brutalmente asesinados regalándonos titulares como “Hamás decapitó padres, abuelos y bebés”: una imagen bestial, difícil de olvidar, teniendo en cuenta que se trata de víctimas humanas utilizadas como trofeos de provocación por parte de un número reducido de alimañas que dañan hacia lo que ellos consideran “hacia afuera” (sus “enemigos”) y “hacia adentro”, puesto que toda repercusión de sus acciones recae sobre inocentes de “su pueblo” que poco parece importarles.
Ante lo previamente descrito, es muy difícil tratar de pensar con claridad, objetividad y verdad. La dificultad de ello radica en que la situación, plagada de víctimas inocentes, se suele teñir bajo el velo del partidismo de facciones que en nada contribuye a esclarecer una situación que, si bien no es nueva, no deja de sorprendernos, sobre todo por su incesante y creciente nivel de horror que parece superarse cada vez más. El llamado al cuidado y a la prudencia se lo suele confundir con una toma de partido hacia un lado u otro, y ese es un gran error: afirmar que Israel es un modelo democrático ejemplar es mentira, pero también es mentira que Palestina en su completitud está conformada por terroristas y asesinos.
En filosofía contamos con una disciplina, una vertiente del pensamiento que se denomina hermenéutica, que es el estudio de las interpretaciones que nos conllevan a la comprensión de un texto, una situación, una obra de arte, la vida misma. Tratar de comprender es el motor del pensamiento hermenéutico, y créanme, amigos, es muy difícil de practicar, sobre todo cuando aquello que se debe interpretar presenta polisemias tan complejas. No se trata de encontrar una verdad única e indiscutible, sino más bien de acercarnos de la manera más objetiva posible a los hechos para no hacer de ellos ficciones útiles que podamos utilizar con intencionalidades concretas. Pues bien, interpretar lo que está sucediendo en el contexto descrito precedentemente va a ser una tarea ardua que demandará años de estudio y análisis minucioso. Lo único que puede interrumpir, anular y cancelar el intento de comprensión, es el fanatismo, el partidismo y las dos vertientes de imposición de “verdades” más utilizadas, a saber, el univocismo (sólo existe “una y esta verdad”) y el equivocismo (“nada es cierto, todo es según el punto de vista desde donde se mire”).
Aquí se juegan tres factores fundamentales: un intérprete, un hecho, un contexto y un juicio al respecto. Los hechos existen independientemente de nuestra opinión al respecto, y generalmente todo acontecimiento se da en un marco histórico concreto que sirve de marco para encuadrar los fenómenos que lo componen. Cuando uno intenta pensar, pensar de verdad, no está haciendo otra cosa que hermenéutica: suspendo mi juicio hasta tener una noción clara de lo que está sucediendo. Pues bien, nada de esto que acabo de mencionar ha llegado a vuestros dispositivos móviles, a sus televisores, al periódico que reposa al lado de su café en la mesa y mucho menos al ámbito funesto del “se dice”, de tradición oral y cuyo motor es la repetición infundada de proposiciones de dudoso sustento lógico y empírico.
El intérprete, en este caso en particular, trato de ser yo, invitándolo a usted, amigo lector a que realice un ejercicio similar. Mi creencia en una religión bastardeada, ridiculizada, satirizada e insultada permanentemente por casi todo contenido audiovisual cuya finalidad sea el entretenimiento o la desinformación y que, simultáneamente, no cancela a nadie, no busca censurar a nadie y soporta estoicamente una catarata cotidiana de menosprecio injustificado poniendo la otra mejilla y buscando el encuentro a pesar del desagradable mal reinante.
El hecho, ya mencionado previamente, como típico atentado terrorista, fue inesperado y por el momento se encuentra, al menos al nivel de los simples mortales que nos formamos parte de los servicios de inteligencia de ningún país, en la fase de “inexplicable” (ni usted ni yo, amigo lector, tenemos una sola prueba concreta de las motivaciones, el nombre y apellido de los que financiaron esto, por qué lo hicieron, para qué lo hicieron, etc.). El contexto, extremadamente complejo y de larga data, e imposible de describir en un simple y humilde artículo de opinión de un periódico, vamos a decir que se sustenta sobre la base de un conflicto agónico que data de más de medio siglo de manera intensificada, pero tiene sus raíces originarias en problemas antiquísimos y ancestrales. El juicio, es decir, la emisión de un criterio propio acerca de lo que pudimos comprender acerca de lo acontecido, hoy, a estas horas, me resulta imposible por dos sencillos motivos: el primero tiene que ver con lo poco serio que resulta opinar apresuradamente sobre aquello que conmueve, provoca, incita a la angustia y en muchos casos al ansia de venganza. El segundo, se sustenta sobre la base de vivir en tiempos en los cuales nos han hecho creer que existe una pluralidad sin precedentes (en lo aparente) cuando en realidad lo que existe es un sistema de censura y descalificación sin precedentes (en lo concreto, fáctico y real cotidiano).
Lo ideal, si realmente queremos comprender, es que por el momento no temen partido en absoluto, puesto que todo asesinato de la índole precitada sea de quien sea a quien sea, de la manera que sea, en el contexto que sea, no es justificable. No hay muertes dignas o indignas en el contexto que hemos detallado anteriormente: todos los fallecimientos fueron, son y seguirán siendo para mí, innecesarios, crueles e insustentables por ningún motivo que se quiera alegar. Para que no se confundan: toda masacre a civiles inocentes, que nada tienen que ver con un conflicto bélico organizado, comandado y ejecutado por un puñado de agentes totalmente alejados de la vida cotidiana de las víctimas no puede tener, para mí, un justificativo lógico, ético, moral, legal, histórico o cultural. Nada. Los atentados terroristas son un tipo de manifestaciones cobardes que no hacen más que demostrar la faceta más patética de nuestro ser-en-el-mundo: el olvido voluntario de que somos seres-para-la-muerte y no seres-al servicio de la muerte como instrumento de cosificación y aniquilación del enemigo-adversario.
¿Es un cliché sostener que la violencia nada soluciona, que el que "a hierro mata, a hierro muere", que la guerra nunca deja vencedores sino siempre vencidos, denigrados, corrompidos y destrozados, incluso a quienes creen terminar siendo los que prevalecen? No lo sé, lo que sí sé es ninguna vida vale lo que un trozo de tela triste, ni mucho menos medio centímetro de un desierto o de un oasis. Vivimos en un mundo mediatizado corporativamente en el cual pensar se hace difícil justamente porque no se nos permite expresar un juicio con "peros". No es políticamente correcto decir que lo acontecido fue una atrocidad, pero también lo es la disputa territorial, la denigración permanente, el encarcelamiento a cielo abierto de un pueblo completo, como también la incesante violencia injustificada de malones de bestias salvajes que revientan a bombazos autobuses llenos de civiles que nada tienen que ver con los intereses de dos o tres listillos que, oh casualidad, la ven y la dirigen desde lejos.
No pretende ser éste un artículo en el cual usted, caro lector, vea en mí una toma de posición sobre el falso binomio moral que los periodistas de segunda mano imponen: no, no me paro ni del lado de Palestina ni de Israel, sino el justo medio, en la phrónesis aristotélica que me indica que la prudencia llama a prestar atención y a no fogonear el odio en un mundo que en vez de pedir coherencia, clama por la chispa que estalle en la pólvora sembrada por décadas de ignorancia intensificada y odio inoculado mediante mecanismos perversos de dominación cultural. Sin duda que la única salida sensata es la paz, todos lo sabemos, pero también somos conscientes que no hubo ni habrá nunca una concordia rentable en una historia de la humanidad dirigida siempre por un puñado de pervertidos que nos utilizan como carne de cañón, ya sea en un campo de batalla real, como en el direccionamiento de nuestros juicios permanentes que cocinan el caldo cotidiano de un odio que es siempre totalmente injustificado e innecesario pero que es, al mismo tiempo, justificador de las peores tragedias de las que los humanos somos capaces de gestar.
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