Vivía entre congojas sin saberlo. Me sentía amparada por dos viejas conocidas que se habían acercado en juventud. No sé si arribaron separadas o a la vez, semejante a la forma que en ciertas ocasiones susurraban a mi oído. No necesitaba invocarlas. Ambas estaban al acecho de mi zigzagueante caminar. Después de largo tiempo, desconociendo la maldad que hábilmente escondían, permití que custodiaran mis costados. Eso me sometía a seguir los concejos de soledad y depresión.
Preocupada, no por la separación que había sido inminente, sino ante la situación de mantener tres dependientes en el inicio de su existencia, me desconcerté. Para esos días trabajaba en una empresa. El hogar y la compañía se convirtieron en refugios donde permanecí más de un año entre paredes.
La depresión se adentró en mi por mucho tiempo, ella conocía dónde encontrarme lo cual hacía en cualquier momento. Arribaba a media tarde a mi lugar de trabajo. Me abrazaba fuertemente mientras yo correspondía. Ella, en pago, desaparecía dejándome en el abandono. Sumida en la desesperación buscaba refugio para evitar que notaran mi desasosiego. Un compañero, conocedor de mi situación, se convirtió en mi cómplice justificando mis, a veces, prolongadas visitas al sanitario.
En esa época, mis dos hermanas se unieron al club de divorciadas con la diferencia que tenían un grupo de amistades en común. Yo las miraba tan alegres a la vez que internamente reprochaba mi amargura.
A un costado del parque de Coronado existió una renombrada discoteca frecuentada por quienes buscaban diversión. Persuadida, acompañé a mis hermanas con unos conocidos y esa noche mi figura se ensambló a la mescolanza de luces refulgentes, elegancia del lugar y risas juveniles. Estaba en la Discoteca Mediterráneo
Después de tantos años de no bailar me sentía extraña. Estaba a punto de confesárselo a quien me invitaba a la pista, pero desistí al sentir el disimulado codazo de mi hermana. Me levanté como resorte sin imaginar que esa salida se convertiría en el momento que mi alma renacía.
En principio fue lento, pero posterior a la “operación” Mediterráneo sentí el giro del mundo arrastrándome con él. A partir de ahí experimenté un cambio interno. Comencé a ser menos exigente conmigo misma, sonreía, saludaba…Conforme me recuperaba, los fantasmas redoblaron el ataque presagiando retirada. Aceptando que nunca tuve ni disfruté juventud, después de tantos años, tardíamente, aprendí a disfrutar la vida…con los pies en el suelo.
Fue un cambio de mejoría inesperado que comenzó reconociendo lo positivo de la vida y verla desde un ángulo diferente. Sentía el calor del sol. Emigré a una figura de mujer madura, atractiva e interesante. Lo sentía en los cumplidos y miradas masculinas persiguiéndome discretamente. Sin motivo recibía flores y, pese a haber compañeras más jóvenes y bellas, extrañamente las atenciones eran hacia mí.
Soledad y depresión se esfumaron al ver que en mi cambio dejé de atenderlas.
La música “disco” estaba en boga y me encantaba. En Mediterráneo conocí un grupo de una escuela de baile y me integraron. Nadie sabía de mí por lo que desconocían que yo era la de mayor edad. Invité a mi primogénito a vernos en una exhibición. Al presentarlo hubo asombro general. Imaginaban que yo era soltera.
Esperaba ese momento para abandonar la escuela. Estaba decidido. Aprendí lo suficiente y con eso bastaba. Al terminar nuestra presentación aproveché un espacio para agradecer los bellos momentos y despedirme.
Sentí algo raro cuando me pidieron que continuara, pero la decisión estaba razonada. Al reiniciar la bailadera aproveché la distracción para escaparme. La música continuaba mientras sigilosamente me escabullía.
No me atreví a decirles el motivo: Eran muy jóvenes para mí, yo era una pieza que nunca encajaría. No estaba a gusto. Mantenía los pies en el suelo.
1980 fue una temporada fascinante que disfruté al máximo. Recuerdo el ambiente y elegancia de las discotecas desplegando sensaciones envolventes que nunca dejaré…
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