En la penitenciaría los hijos del diablo fueron ganando terreno y tomando fuerza de manera lenta pero segura. Los privados de libertad estaban supeditados a someterse a exigencias disparatadas que debían acatar con tal de amanecer respirando. Habían hecho mancuerna con oficiales de adaptación social y trabajadores corruptos a quienes constantemente sobornaban. Los funcionarios honestos o quienes se resistían a “cooperar” estaban supeditados a sentir sus tenebrosos garfios en cualquier lugar u ocasión…
LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Gerardo A. Pérez Obando (Gapo). Escritor).- La fría y ruda actitud con que los convictos trataban a la policía penitenciaria hicieron que en resguardo a la seguridad personal los mandos oficiales dejaran de ingresar a los pabellones dejando que entre las frías paredes imperase la ley del más fuerte. En poco tiempo los hijos del diablo se adueñaron del control atreviéndose a desafiar mandatos legales. La ley determinaba a cada detenido el pabellón designado para purgar la condena. Clandestinamente la pandilla decidía el destino final de los recién llegados después que los custodios oficialmente le soltaban a su suerte.
En el pabellón oeste se fermentó el caldo de cultivo que lentamente transformó al grupo de muchachos sencillos y sin oportunidades que venían desfigurándose ante la sociedad que al darles la espalda les condenó a ser guardianes del averno al enviarlos a la escuela de maldad. “Los hijos del diablo” escogieron el macabro nombre por consenso. Era el resultado de lentas y tristes experiencias difíciles de comentar. Un grito desgarrador de protesta y repudio hacia una sociedad que les había marginado y arrebatado la existencia. El mote había sido tallado con cinceles forjados por ingratas experiencias que les separaban de cuajo de la comunidad. Estaban orgullosos de la escogencia.
Los pabellones norte, este, oeste y central estaban entroncados por pasadizos que culminaban en robustos portones de hierro. Un policía nervioso y amenazado custodiaba las entradas y salidas entre los barrotes. Bajo amenaza, el custodio estaba obligado a “colaborar” incondicionalmente. El grupo le mantenía un “fijo” diario. Dos reclusos seguían con atención sus recorridos escuchando además las instrucciones superiores que normalmente transmitían en voz alta. Si algún integrante de los hijos del diablo debía trasladarse a otro pabellón, en silencio se arrimaba a la contrapuerta. El policía simplemente abría el portón correspondiente sin atreverse a mirarle de frente. Para requisas sorpresivas un pelotón ingresaba por los portones de la “rotonda” para no levantar sospechas. La pandilla siempre conocía de antemano el momento para el operativo.
La telaraña de maldad se extendió en todos los rincones de la peni. El grupo se fue organizando y empoderando hasta convertirse un fin en sí mismo. Con el tiempo dominaban todas las actividades administrativas y policiales. Los atemorizados guardianes debían informarles quienes ingresaban en el día, motivo y pabellón destinado lo cual revertían informalmente.
Los “fiscalizadores” malignos hacían recorridos semanales por todos los pabellones para conocer personalmente a los recién llegados. De inmediato les informaban a los jefes Rigoberto y Minor. Cuando ellos lo consideraban oportuno, ordenaban intercambio de reos entre pabellones. El guarda de turno acataba la orden a sabiendas que no debía anotar el movimiento en los registros oficiales ni comunicarlo a superiores.
Los menores de edad que ingresaban por vagancia o robo eran enviados al pabellón este. Los “inspectores” del mal separaban a los de semblante o cuerpo atractivo para trasladarlos al pabellón oeste. En el pabellón oeste les despojaban de las pocas pertenencias que traían. Los violaban para prepararlos y “convertirlos” en mujeres a la brava. Los alquilaban como prostitutas y quedaban encadenados al servicio del grupo. Los mantenían atemorizados con que en cualquier momento los vendían para chantajearlos y recurrieran a sus familias solicitando auxilio monetario.
De esa manera enviaban mensajes subliminales a la población penitenciaria que se mostraba débil y temerosa recordando que debían pagar si querían estar bajo la sombrilla “protectora” de los más fuertes.
La fuga masiva pretendida por los hijos del diablo al final no se llevó a cabo ante la negativa de Sandí para el sacrificio de la débil paloma que había recuperado. Eso trajo algo de tranquilidad a la población presidiaria que presagiaba momentos difíciles. Sin embargo, la mente de Rafael recuerda perfectamente la escala de homicidios que le acontecieron. Inició con un residente de una celda de la parte baja del pabellón oeste. En una sala que estaba al frente de los baños
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