Mi adolescencia: Historias de vida…


Siempre amé a mi madre, pero con el paso de los años comencé a dudar del sentimiento de ella hacia mí. De mi mente no salía el recuerdo del reloj de oro que me obligó a robar ni cuando pidió acercarme a un mal encarado sin conocerlo. Ahora a las ausencias hospitalarias se adicionaban las de la penitenciaría…yo ya no era una niña…

LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Gerardo A. Pérez Obando (GAPO), escritor).- Tenía varios días de no saber el paradero de mi madre y al preguntar por ella no recibía respuesta. Una familiar se acercó un domingo para invitarme a su casa. Después del mediodía caminando por las calles al norte de San José un gran inmueble que se agrandaba conforme caminábamos llamó mi atención. -Que lindo castillo, ¿qué es? -Será por fuera escuché. Mi parienta me enteró que hacia allá nos dirigíamos. Era la Penitenciaría Central e íbamos a visitar a mamá. Nunca entendí el motivo por el cual se encontraba detenida renunciando a la intención de averiguarlo al enterarme que no era la primera vez. Al regresar desistí de regresar a las visitas.

Volví a ver a mi madre antes de cumplir quince años. Me encontró muy linda y guapa. No entendía cuando me decía que ahora sí estaba preparada para trabajar. Yo era muy tonta. Meses después apareció mi hermano con el conocido de la cárcel que había llevado tiempo atrás. Escuché contarle a mamá que los buscaban por el robo a un negocio. El tipo mal encarado planteó una solución: -Él quedará libre. Yo me hecho la “bronca” con las autoridades con la condición de que su hija vaya a visitarme todas las semanas. Mamá no lo pensó dos veces. -Me parece… ¿estás de acuerdo?, volteando la cara hacia mí.

El viaje a la cárcel nunca me gustó, así como tampoco compartía la decisión de mamá, pero de hecho en esa época estaba de acuerdo con todo lo que ella proponía. Me desesperaban las largas filas en las paradas de buses e ingreso al penal, pero sobre todo las miradas maliciosas que sentía sobre mi cuerpo y algunos comentarios que molestaban. Yo me camuflaba en el primer rincón que apareciera en la Reforma mientras veía al tipo buscarme por todo lado. No me atraía físicamente ni teníamos temas en común para conversar. Después de varias visitas sin motivo alguno él se comenzó a molestar conmigo. Un día mamá me preguntó: -Usted no ha cumplido con su amigo. - ¿Por qué mamá? -Recuerde que él está respondiendo por la “torta” de su hermano. La próxima visita la acompaño.

Ante mi seriedad el tipo saludó sonriente a mamá señalándole un sitio. Ella tomó mi brazo apurándome al caminar. La presencia de mi madre me intuía que cualquier cosa no planeada podría pasar lo cual me inmovilizó de inmediato. Ella me socolloneó cuando escuché decir al visitado: -No te asustes, estamos en el lugar para visita conyugal. Entré sin protestar y salí en silencio. Mamá sonreía cuando regresé. Tres meses después estaba embarazada y me rebelé al mandato de volver a visitarlo sin importar lo que aconteciera.

Mi hijo tenía tres meses cuando mamá me dijo: -Ahora que recuperaste tu hermosura estás preparada para luchar por la vida. Al otro día temprano salimos hacia Puntarenas. Primera vez que veía el mar y me preguntaba de donde salía tanta agua. Mamá me dejó sentada en un poyo frente a la inmensidad. Miré a lo lejos un botecillo tambalearse en las olas y por primera vez me pregunté qué sería de mí vida futura. Sentí que la iniciativa que tuve de niña para sobrevivir había desaparecido inexplicablemente y de pronto a otro dependía de las decisiones de mi madre. Ella reapareció acompañada por una ex compañera de prisión quien comenzó a aconsejarme sobre experiencias venideras sin que yo lograra entender. Después me llevaron a una cuartería. -Lamentablemente no puedo alojarla en mi casa. Mamá contestó que no había problema y yo asentí después. Me llevaron a un bar y mientras ellas conversaban con un señor que parecía de “pocas pulgas” las risas alocadas de varias muchachas inundaron el local al ingresar. Eran jóvenes y bonitas. No se percataron de mi mirada con ojos preguntones cuando pasaron a mi lado rumbo a un aposento al fondo. Ante la llamada me acerqué al trío. -Bienvenida al Copacabana, dijo el hombre. Si te va bien a como “pintas” en pocos días te prepararemos una habitación para que duermas acá. Cuando ellas se marchen hablamos de las reglas internas.

Antes de partir escuché a mamá. Yo cuidaré del niño. Aquí te van a enseñar el “trabajo” que vas a hacer. No te preocupes por nosotros ni en ir a San José. Yo voy a venir cada quince días a recoger el dinero para mantenernos…

De la manera que fuera, ese tiempo bastó para enamorarme del bello puerto de Puntarenas y la amabilidad de su gente.

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