Cuando escucho conversaciones sobre alegres e inolvidables experiencias de la etapa estudiantil cargada de anécdotas que nunca experimenté, la nostalgia invade mis sentidos y lentamente me escabullo tratando de archivar ese lamento para no involucrarme…
LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Gerardo A. Pérez Obando, GAPO).- Vivíamos en Barrio Cuba y mi hermana asistía a la escuela Omar Dengo. El pabellón de enseñanza preescolar quedaba detrás del centro educativo. Era el primer día de clases y de nada sirvió la carrera de mi hermana con mi arrastre incluido ante la tardanza. Las lecciones habían comenzado. Mi hermana me dejó en la puerta mientras decía apresuradamente: -cuando salgas, aquí te quedas, yo paso por vos. Sentí un extraño fulgor en la mirada de la maestra observándome al llegar. En el centro del aula había un grupo de niña/os sentados en circunferencia. La maestra se levantó molesta y sentí su mano fría mientras me encaminaba a una esquina del aula. Sin entender el mensaje la escuché decir: -eso pasará con quienes lleguen tarde. Mientras el grupo jugaba y reía me mantuve conteniendo el llanto silenciosamente. Antes de finalizar la lección la maestra me dirigió la mirada mientras decía: -espero que mañana vengas temprano. El final de la lección se convirtió en el inicio de un prolongado martirio que terminó abruptamente.
Con el avance de los días y sin aparente razón la impuntualidad de mi hermana al recogerme fue en crecimiento lo cual se agravó antes de finalizar el año lectivo. Después de una clase me senté en una banca esperando que llegara. Media hora después, las conserjes cerraron aulas invitándome abandonar el edificio. Me anclé en la acera por largo rato y al estimar que me había olvidado decidí caminar sin conocer la barriada. Escuché un ronco estampido proveniente de un extraño y potente aparato que a lo lejos arrastraba desconocidos carruajes. El extraño ruido me encaminó hacia donde había visto el raro armatoste logrando ver su desaparición en una curva lejana. Sin pensarlo, seguí el angosto camino de cortos y gruesos troncos de madera custodiado por lingotes metálicos que invitaban a retar el equilibrio caminando sobre ellos. No sabía cómo regresar a casa, tampoco importaba y menos pensaba en hacerlo. Luego de las acongojantes horas en el aula mi desesperación aumentó con el “olvido” de mi hermana y no quería saber de nada ni nadie. Oscurecía cuando dos oficiales provenientes de un vehículo patrullero gritaron mi nombre. Al llegar a casa mi hermana lloraba por la paliza recibida por mi fugaz extravío. Además, las lecciones estaban finalizando y mamá decretó nuestras vacaciones. -Por este año no más escuela, esperemos al próximo. Mi hermana me dirigió una mirada extraña y comenzó a patalear.
La única navidad que recuerdo de niña fue después del “rescate”. Al despertar mis ojos descubrieron una rama de ciprés arropada con una tira de luces intermitentes que no estaba cuando me acosté. Al pie de la rama la sonrisa de una linda muñeca con uniforme de enfermera me invitó a tomarla con manos complacientes. Mi felicidad aumentó cuando dos niñas la solicitaron para conocerla de cerca. No la había “bautizado” pero me agradó el bonito nombre con que ellas la llamaban. Tres semanas después enterrábamos a “Barbi”. El cabello se había diseminado entre nuestros cariñosos y cuidadores dedos. Los miembros desgarrados repartidos. Una sostenía los brazos y la otra las piernas y en mis manos el tronco con la cabeza sin pelo para depositarlas en la pequeña fosa que habíamos preparado. No sentimos tristeza ante la inesperada y pronta partida porque nos había proporcionado una efímera y compartida alegría al igual que esos bellos días donde se rumoraba que por lejanía los “cuartos redondos” no estaban en la ruta de San Nicolás.
Cuando ingresé al primer grado nos habíamos trasladado a San Felipe de Alajuelita. Parecía que mi hermana había olvidado el rencor. Ella iniciaba el cuarto grado. Con los días descubrí que el señor del mercado de Cartago, según ella porque conmigo siempre se mostró ausente era nuestro padre. Llegaba a verla por las tardes y la mayoría de ellas la invitaba a comer alguna golosina. Ese era el motivo por el que se atrasaba al recogerme. La única vez que recibí algo de ese señor fue una “chocoleta” precisamente antes de entrar a clases. Mi maestra, quien no ocultaba su antipatía hacia mí, me ordenó tirarla. A escondidas la guardé en el pupitre y al poco rato la/os compañera/os comenzaron a burlarse. Ella se molestó al ver la desobediencia diciendo: -chiquilla estúpida, tiene que limpiar ese reguero. Siempre me ubicaba en los pupitres de atrás dizque por indisciplina. Mamá nunca contestaba mensajes ni enviaba materiales. Mi hermana se encargaba de revisarlos falsificando su firma. Yo contemplaba las fechorías en silencio y sin poder hablar. La situación se complicaba cuando mis lecciones eran en la tarde y las de ella en la mañana. Por mi edad no podía viajar sola y llegaba desde la mañana. Recuerdo el nombre de Zaida Umaña, maestra de mi hermana quien al enterase de la situación me ingresaba al aula para no verme deambulando por los pasillos. Ese año estuve en la escuela, pero la escuela no ingresaba en mí…
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