LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Luis Jiménez).- Es un abrazo. Un largo abrazo. Unas lágrimas. Y unos gritos de esos que salen de adentro, que raspan la garganta. Argentina es campeón. ¡Por fin una alegría, qué lo parió!
Suele ser este un espacio de reflexión y análisis, pero esta columna faltará a la tradición. Imposible cuando se gana el Mundial. Perdón: cuando se gana así un Mundial, después de tenerlo ganado 2 a 0 primero, 3 a 2 después y sentir que se iba, que una vez más tocaba mufa.
Pero no. Entre tanto “elijo creer”, “abuela la-la-la”, “muchachos”, brujas de acá y gualichos de allá, algo funcionó. Ayudaron, probablemente, el enorme Dibu Martínez y la pericia de Messi, Dybala, Paredes y Montiel a la hora de patear penales.
Hoy es momento de poner el cerebro en remojo y simplemente disfrutar. Dejar la pálida para mañana. No pensar en la malaria, la maldita inflación ni la trágica inseguridad. Ni la grieta. Viva, en estos momentos, el pensamiento mágico.
Sobrarán los análisis sesudos tanto sobre el desempeño del equipo como sobre la influencia que el campeonato del mundo puede tener en la economía, la política y hasta las artes criollas.
Se harán paralelismos entre la ética de trabajo de Scaloni y sus jugadores y la de los dirigentes partidarios, sindicales y empresarios que supimos conseguir. No faltará quien quiera subirse al triunfo como si fuera mérito propio, y habrá polémica. Pero hoy, al menos en esta columna, no.
Creamos por un instante que esos atletas superprofesionales que juegan al fútbol como muy poca gente en el planeta triunfaron también gracias al granito de arena que aportó cada una de nuestras pequeñas o grandes cábalas. Que hubo un plantel de 26 jugadores increíbles, pero también 47 millones de hinchas inigualables.
¿O no somos los mejores del mundo?
Un día en estado de gracia.
Era todo lo que pedíamos. Se dio. Lo merecíamos.
No hace falta mucho para entender por qué los Mundiales de fútbol son tan importantes para los argentinos. Es algo en lo que sabemos que somos buenos. Que podemos jugar de igual a igual con una potencia mundial, como Francia o Países Bajos. En fútbol somos la Argentina de hace 100 años de la que hablaban nuestros abuelos. La Argentina potencia.
La Selección es algo de lo que podemos enorgullecernos, porque que los cuatro climas, las Cataratas y la Patagonia invitan a sacar chapa, pero la verdad es que estaban antes de que alguien viviera en estas tierras y estarán después. La Selección está hecha de argentinos, de pibes de acá a la vuelta. Que ahora viven todos afuera y son millonarios, pero salieron del barrio, del pueblo, y cuando pueden vuelven porque extrañan.
Además, con la celeste y blanca juegan mejor que con la de sus clubes. No se les puede pedir más.
La del campeonato de Qatar es una historia maravillosa, con una cuota de drama que no podía faltar, perfecta. Una de esas que te tienen al borde de la butaca, con los puños apretados y a 130 pulsaciones.
Con un héroe extraordinario que pasa al primer puesto del podio, indiscutible después de tanta discusión. Es el Mundial de Lionel Messi, obvio, el Balón de Oro, y qué bien que está.
Qué jugador maravilloso, qué sensación única saber que patea para nosotros.
Por eso los abrazos, los tantos abrazos. En la redacción de Clarín como en el Obelisco y en la Puna. En cualquier lugar donde hubiera argentinos, empezando por Qatar, copado por compatriotas que hicieron del desierto un espejo de la pampa.
Y las lágrimas, las de anónimos y famosos, como el mismísimo Angelito Di María, que no podía parar de llorar en el banco.
Ni hablar de la emoción de los sub40 que nunca habían “sentido” un campeonato, aunque también a los veteranos que supieron festejar en el 78 y el 86 les temblaron las piernas y se les aflojaron las emociones.
Es cierto que hay miles de cosas que están mal. Las sufrimos a diario, desde hace demasiado tiempo, sin respiro, casi como una maldición.
Pero hoy ponemos el cerebro en pausa. Un rato. Que mande el corazón. A disfrutarlo. Un cacho de felicidad, nada más. Nada menos.
¡Dale, campeón!
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