Opinión: "Redescubriendo el inmenso valor del ser frente al parecer"


“Toda la vida de aquellas sociedades en las que prevalecen las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que una vez fue directamente vivido se ha transformado en mera representación”. Guy Debord

LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Lisandro Prieto Femenía).- En previas ocasiones nos hemos expresado en torno a la afectividad circulante y reinante de nuestro siglo, caracterizada por una “empatía envuelta en celofán de 08 bits” para referirnos a la superflua y ficticia forma que hemos optado de querer y hacernos querer mediante una realidad virtual en la cual todos participan para ser vistos, pero raramente para interactuar con sentido. Pero hoy nos interesa profundizar, paralelamente, sobre un aspecto fundamental que merece la pena ser tratado: el valor inconmensurable que en nuestros días tiene la privacidad y el anonimato frente a la cultura de la permanente e insoportable exposición constante.

En su obra “La sociedad del espectáculo” (1967), el escritor, cineasta y filósofo Guy Debord (1931-1994) expone claramente un modelo de vida que se viene instalando en las sociedades occidentales desde comienzos del siglo XX. Básicamente, lo que nuestro pensador nos quiso expresar es que vivimos en un teatro existencial con forma de pantalla en el cual el sentido de existir depende directamente de la exposición y la “necesidad” de ser vistos todo el tiempo. La traducción ontológica de lo que acabamos de expresar sería “si no me ven, no existo” (pensar que veníamos del “pienso, luego existo”, ya se veía un declive fuerte del horizonte de sentido). En este tipo de discurrir existencial, no importa tanto lo que uno piensa o hace, sino lo que se proyecta en una representación que debe ser digna de ser vista y disfrutada.

Puede parecernos que el planteo de Debord es exagerado, pero, queridos lectores, si se toman unos instantes, suspendan provisoriamente la lectura de este humilde artículo, tomad vuestro móvil, abrir cualquier red social que se encuentre instalada y comiencen a deslizar vuestro dedo índice hacia arriba en la sección “noticias”: encontrarán información personal e íntima de más de 300 personas que voluntariamente han decidido mostrar absolutamente todos los recovecos de su intimidad gratuitamente. La supuesta excusa del uso de estos dispositivos es “poner en contacto” o “conocer” a las personas, pero yo les pregunto ¿se conoce realmente a una persona mediante una red social? Lo que no me queda duda es que conoceréis dónde se fueron de vacaciones, a qué evento cultural asisten, dónde y qué comen, cómo visten y donde compran lo que usan, con quién se relacionan y a quien admiran, pero quiénes son, lo dudo seriamente. 

Tal vez habéis oído hablar del “panóptico”, puesto que al ponerse de moda la lectura de un pensador en una época determinada, resurgen algunos conceptos y junto con tal renacer, vienen acompañando millares de nuevas y licuadas re-interpretaciones. Un panóptico es un tipo de estructura carcelaria ideada por el jurista y filósofo inglés Jeremy Bentham (1748-1832) que tenía como finalidad lograr un control total de vigilancia en una superficie determinada, instalando en el centro de la misma una especie de torre que les permita a los guardias tener visibilidad completa y clara sobre cada una de las celdas de los reclusos. La idea revolucionó la arquitectura no sólo de las cárceles, sino también de la mayoría de las construcciones de uso público (juzgados, escuelas, consultorios médicos u hospitales, etc.) e incluso se incorporó en el diseño de los propios hogares de los ciudadanos. La utilidad específica del panóptico se centraba en la capacidad de ver sin ser visto, de vigilar a quien no sabe que está siendo vigilado, puesto que, si bien todos sabemos que hay puestos de observación, nunca vemos la cara del que observa.

El ser visto sin ver al que nos ve nos produce una sensación de vigilancia permanente y de alerta ante dicho desconocimiento que tenía la función de causar su correspondiente temor para evitar cualquier tipo de comportamiento indebido. Ahora bien, lo que nos interesa hoy mediante esta breve reflexión es que podamos ver cómo hemos pasado de vivir entre dispositivos de vigilancia a ser nosotros mismos los proveedores de información y auto-vigilantes al servicio de mega-corporaciones que nos venden el dispositivo para entretenernos pero que en el fondo es una máquina de producir información y datos mediante la exposición voluntaria de nuestros “perfiles”.

Más allá del puro narcisismo que representa estar colgando fotos de nuestra vida íntima permanentemente en redes sociales, es interesante evaluar lo que perdemos en la dinámica enfermiza que representa la vida del maniquí viviente. Lo que se resguarda y no se muestra es valioso, digno de respeto e incluso sagrado, mientras que lo que se expone gratuitamente es siempre comidilla de cotillas y fuente de banalización masiva de una horda de desinteresados con el poder de opinar. Pensar que mi vida no tiene sentido porque no es vista por extraños totalmente desconocidos es lo mismo que pensar que si cierro los ojos dejo de existir. Si asistimos a un partido de cualquier deporte, se supone que es para ver el espectáculo, ya sea en solitario o en compañía, pero al parecer, la experiencia cultural sólo tiene sentido si la miro mediante una cámara que comparte en vivo y en directo con todos mis contactos lo que estoy apreciando. Les pregunto con sinceridad ¿tiene sentido alguno dar a conocer a un millar de desconocidos mi ubicación geográfica y la plena vista de lo que estoy realizando? ¿Es real la experiencia cuando está tan tamizada por representación pictórica que creamos nosotros mismos para que los demás vean lo que estoy viendo?

Al fin, parece que no podemos superar la caverna que Platón utilizó para explicar tantos aspectos fundamentales de la vida, el conocimiento y el sentido de la existencia. Vivir de la sombra que producimos para otros es exactamente lo mismo que ser esclavos de nuestra propia sombra, creada permanentemente con filtros y stickers cuya única finalidad no es decir “esto soy yo” sino más bien “esto es lo que yo quiero que tú creas que soy yo”. Retomando con la ficticia motivación de las redes sociales: ¿eso es conocer gente? Vaya sorpresa se llevarán a diario cientos de miles de personas cuando corroboran que el ser humano que tienen delante en la mesa nada tiene que ver con el personaje expuesto en la pantalla del móvil. La gente real poco tiene que ver con la ficción representada que se presenta en los feed’s y en las historias musicalizadas de las redes sociales. 

Para corroborar esto sólo me basta con asistir a la salida de un colegio esperando que mi hija termine su horario escolar: no menos de 80 padres y madres, uno parado al lado del otro, todos con el cuello inclinado hacia una pantalla y nadie dialogando con nadie, nadie conociendo a nadie; nadie sabiendo quien es nadie. La alienación que se produce es tal que hemos preferido conocer el perfil digital de una persona antes que tener que tediosamente charlar personalmente con ella. El nivel de abstracción y de individualismo que representa el abandono de la vida social real y concreta nos ha llevado justamente a trivializar nuestra existencia y la de los demás de una manera que causa espanto y temor: si te sucede algo y lo publicas, recibirás reacciones y comentarios; si te sucede algo en la calle y necesitas ayuda, recibirás silencio: en fin, nos estamos convirtiendo en ciudadanos antisociales atomizados y subyugados por prisiones  con panópticos que nosotros mismos instalamos en nuestras vidas.

En el fondo, el problema filosófico aquí presentado tiene que ver con la preservación de nuestro ser y de nuestros afectos mediante la conservación del anonimato frente a la exigencia mediática constante que nos coacciona insistentemente para que seamos “notorios” y notados para creer que existimos verdaderamente. La consecuencia ética de este tipo patético de existencia representa una entrega personal y voluntaria de aspectos estrictamente íntimos ante “una legión de imbéciles que antes sólo hablaban en el bar sin dañar a nadie” (Umberto Eco). Hemos visto cómo se han arruinado vidas y reputaciones de personas mediante filtraciones de material audiovisual que retrata aspectos que no deben ser masivamente divulgados. Y por más que la cultura posmoderna progresista y nihilista nos indique que dicha exposición es fruto de un ideal de libertad, corroboramos que ello es mentira cuando la víctima de divulgación de información íntima sufre y pide a gritos que se baje dicho contenido de las páginas web o solicita desgarradoramente que por favor se deje de compartir esa foto o ese video.  

En fin, y como siempre sostenemos, el desafío al que la filosofía crítica (no servil y justificadora de atrocidades) nos invita es al abandono del servilismo voluntario de la alienación permanente que, mientras nos entretiene, nos expone y nos entrega en lo más íntimo de nuestro ser, equiparándonos ontológicamente a la cosa digna de ser vista y consumida en lugar de presentarnos como seres humanos dignos de ser realmente queridos y conocidos por lo que realmente somos.

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