Cuento: …Yo quería ser “Torrero”


Definitivamente la vida es un cuento. Es el resumen de nuestros días en donde cualquier momento o motivo nos envuelve en recuerdos para retornarnos a tiempos idos...sin derecho al regreso…unas imágenes del ciberespacio estimularon mi mente…

Por Gerardo A. Pérez Obando (GAPO)

LA VOZ DE GOICOECEA.- El empuje del agua brotando de las pistolas en las torres semejaban descargas trazando a trescientos sesenta grados una sobresaliente circunferencia en lejanía.

Las torres estaban diseminadas entre bananales y el constante rocío delineaba a cada instante atractivas figuras que con colores de arco iris deleitaba a pobladores y admirábamos a cualquier hora del día.

Mi corta edad no captaba el mecanismo utilizado por la compañía bananera para el riego del plantío en las ardientes tierras de Palmar Sur. No entendía el entorno comunicante entre los canales de riego, plantas de irrigación, kilómetros de tubería ni mucho menos la forma y fortaleza con que se habían erigido las atalayas para soportar el peso para escalarlas.

Algunos chorros salpicaban las viviendas o la calle (solo una existía) que comunicaba a las fincas productoras. En las viviendas era motivo regocijante para el disfrute infantil descamisado que esperábamos la próxima “mojada”. La/os caminantes y ciclistas los recibían a bien porque amainaba la elevada temperatura que al poco rato secaba la vestimenta.

Debido al carácter participativo de mi padre la planta de sigatoka de Finca Cuatro se había improvisado en un centro de reunión informal de vecinos. Después de las seis de la tarde comenzaban a llegar visitas para escuchar el episodio de las radionovelas de moda que se intercalaban con los cuentos de Antonio Sirias; y, las ocurrencias de Zacarías Obando y José Ángel Canales quien siempre exageraba la realidad de historias vividas en las playas del Coco en Sardinal de Guanacaste.

Podría ser en mil novecientos cincuenta y ocho cuando una noche Olger llegó envuelto en un atractivo impermeable amarillo fosforescente, altas botas de hule, un llamativo foco que parecía un tercer ojo en la frente y en su hombro un reluciente y brillante artefacto con forma de pistola grande y alargada.

Al observar mi infantil, agradable y extraña actitud después de saludar se acercó posando en mis manos el extraño aparato. A mis escasos ocho años temía que el aparente peso la llevase al suelo, pero me sorprendió su liviandad.

A partir de ese momento comencé por poner atención a las actividades de los trabajadores que nos rodeaban, tractoristas, “macheteros, concheros, pericos, torreros…todas atractivas.

Debido a la molestia y transmisores de enfermedades de los mosquitos y otros animales del bananal, pese al calor sofocante, todos debían envolverse con zapatos altos, camisa con manga larga y el infaltable sombrero inicial de lona blanca que el sudor y la faena perenne se encargaban de colorear con el tiempo.

Los días de “corta” fueron inolvidables. El bullicio comenzaba por la madrugada con el motor de los “chapulines” enganchando carretas donde los “macheteros” con presteza cortaban los racimos utilizando grandes y relucientes cuchillos para que los “concheros” llegasen con la infaltable almohadilla al hombro corriendo a posarlos en las carretas.

El día de corta para el banano era en el momento que estaba en el punto adecuado de madurez. Se trabajaba hasta que no quedase ninguno en las matas porque había pasarlos a las “bacadillas” para meterlos en los vagones del ferrocarril y eliminar el caldo que dejaba el bordelés.

En Palmar Norte la producción de las fincas de Mariano Rodríguez y Gerald Web en la orilla opuesta al río Térraba se montaba al andarivel con ganchos de acero que cruzaban desafiantes el inmenso cauce para sumarla a la del “indio” Venancio Mora.

La Finca Gorrión, cercana a Palmar Sur era un asentamiento con cinco espaciosas habitaciones de dos plantas donde Rafael Calero, Jeremías Acosta, “Chela” Benavides, Antonio González y Alberto Pérez tenían la responsabilidad de coordinar con los tres productores privados que la “corta” coincidiera con el resto de fincas, reunir y estibar la colecta de racimos en vagones a engancharse a la locomotora con destino a Golfito donde esperaban los barcos rumbo al destino final.

Los días de corta del banano era un ritual que culminaba con interminables vagones colgando de la locomotora negra del Ferrocarril del Sur serpenteando los ramales de las fincas las veinticuatro horas del día...

Meses después, ante una pregunta sobre mi futuro, respondí de inmediato:

-Yo quiero ser Torrero…


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