Sergio Ramírez, premio Cervantes de Literatura 2017, periodista y expolítico, asegura que no quiere escribir “con las ventanas cerradas”. Enfatiza que quiere hacer escu- char su voz respecto a la crisis institucional que vive Nicaragua. Por el momento está viviendo afuera, al menos, hasta que “las condiciones se den. Cuando exista la oportunidad, volveré”.
El intelectual conversó apenas unas semanas antes de que la fiscalía de Nicaragua dictara una arbitraria orden de detención en su contra. Durante la charla no sólo analizó cuándo cree que fue el “punto de quiebre” de Daniel Ortega (de quien fue su vicepresidente entre 1985 y 1990), sino que fue más a fondo respecto de las causas que -a su criterio- traban el desarrollo de Centroamérica. También habló de cómo la región lo marca como escritor y cómo se enorgullece de que se haya logrado una “identidad cultural” que supera a los países individualmente.
¿Qué le gusta más, la política, escribir o ser periodista?
Han sido distintas etapas, pero hay etapas que doy por terminadas. Mi participación en la vida política activa quedó atrás. Lo único que queda por delante es la literatura o la escritura sea tanto la de ficción como la de realidades y en esa incluyo al periodismo.
Hace 30 años fue vicepresidente de Nicaragua con Daniel Ortega ¿Qué se modificó desde entonces, qué quedó de aquel proyecto de cambio?
Cuando vienen las elecciones de 1990 que el frente sandinista pierde comienza un derrumbe bastante estrepitoso de lo que eran las bases de la revolución y del gobierno revolucionario. A diferencia del gobierno de hoy de Ortega -que es totalitario-, aquél perseguía un proyecto político donde el partido revolucionario, el Frente Sandinista, actuaba como fuerza dominante y concentraba en sus manos muchos poderes.
Si queremos verlo con ojos románticos hacia el pasado, esto tenía un propósito de transformación de la sociedad. Una sola fuerza política que fuera capaz de darle un impulso transformador a las instituciones, a la economía. Pero cuando viene la derrota electoral de 1990 todo eso pierde sentido y el único lugar que la revolución puede hallar bajo el sol era dentro del sistema democrático que -muy a su pesar- el Frente Sandinista creó.
Haber reconocido la derrota electoral pudo haber sido un gran hito para la democracia en Nicaragua: una fuerza política que había llegado al poder derrotando a la dictadura por medio de las armas entrega al poder en unas elecciones democráticas era muy novedoso en América Latina.
Pero todo esto es lo que empieza a echarse a perder cuando el Frente Sandinista en vez de situarse como un verdadero partido de oposición que aspira a volver al poder en nuevas elecciones, Ortega empieza a plantear desde su liderazgo el caos. Como forma de retomar el poder, hundir al nuevo Gobierno por medio de los desórdenes, las barricadas, las asonadas; así, la democracia pierde su gran oportunidad en el país.
Quienes, en ese momento, nos ponemos del lado de la democracia y decimos que el papel es el de una fuerza leal al sistema democrático y eso implica jugar con las reglas de juego, terminamos siendo apartados. No éramos la mayoría, tuvimos que ir a fundar un partido distinto; no tuvimos éxito, la polarización era muy grande.
Es el regreso de un esquema ya anticuado de poder que solo usa el palabrerío, la retórica de la revolución, pero lo que viene proponiendo es una apropiación indebida de todas las instituciones y cuyos resultados funestos estamos viendo. El poder en una sola mano pero no para dirigir un proyecto de cambio profundo -como lo pudo haber sido en los 80s-, sino para establecer un proyecto como tantas veces hemos visto en América Latina en el siglo XIX; no tiene nada de novedoso, no tiene nada de izquierda, sigue el mismo esquema de la derecha puesto con ropaje de izquierda. Solo envuelve este proyecto ese ropaje que lo vuelve populista.
Ha dicho otras veces que aquella revolución de 1979 fue “idealista”, ¿lo sigue pensando? ¿Cuándo cree que se produce el punto de quiebre de Ortega?
Cuando se ve frente a la derrota electoral de 1999, se acepta por la voluntad de la dirigencia colectiva de la revolución. Entonces la había y ahora no existe; cuando la dirigencia dice "perdimos, vamos adelante, hay que entregar el poder", Ortega lo acepta al principio y luego se resiste y es ahí cuando se produce el punto de quiebre.
Él asume que la pérdida de las elecciones es la pérdida del poder revolucionario tal como se concebía en los 80s y hay que recuperarlo de cualquier manera. Eso ya es una verdadera contradicción. El poder tal como existió en los 80s es irrecuperable; ese poder que tenía un Ejército sandinista, una policía sandinista ya no se puede recuperar más. Hoy todo fue sustituido por un poder que depende de la lealtad personal a un matrimonio; ya nada tiene que ver con esa aura romántica que no funcionó. Lo que funcionó es la ‘democracia tradicional’, como la llamábamos.
En su novela “Sombras nada más” habla del poder que tuvo y licuó el protagonista,
Creo que Ortega ha quemado sus propias naves; no ha dejado ninguna salida alternativa más que el poder para siempre por sí mismo. No hay salida; no es una persona que tenga vida alternativa, no es el dirigente que termina su vida útil en la política o su período presidencial y se va a criar ganado, a cultivar bonsáis o, en última instancia, alguien que se va a disfrutar de su dinero en la Costa Azul. Lo único que Ortega tiene de frente es el poder, el poder para siempre y eso dificulta una salida para Nicaragua.
Cuando recibió el premio Cervantes lo dedicó a los “asesinados en las calles por reclamar justicia”. Pasaron cuatro años, ¿es todo peor?
Empeoró muchísimo. Cuando subí al estrado apenas estaba empezando la represión de abril de 2018 y que se prolongó casi todo el año y que sumó 400 muertos. Y desde entonces solo ha habido deterioro en cuanto al desprecio de las leyes, el desmontaje de las instituciones en el país, el hecho de que los jueces y fiscales sólo obedezcan instrucciones políticas y actúen al arbitrio del poder.
Ahora las leyes en Nicaragua no valen nada. Hay muchísimos de los detenidos recientemente que están bajo la ley de “defensa de la soberanía nacional” que es atroz, castiga a cualquiera que sea sospechoso de haber demandado sanciones contra los personeros del régimen. Esa ley establece como pena la suspensión de los derechos políticos, no la de cárcel y hay más de 20 prisioneros conforme a esa norma. Es el arbitrio dentro del arbitrio.
No sólo salió gente en Nicaragua; hubo revueltas en Chile, Perú, Venezuela. ¿Hay un punto de coincidencia con la primavera árabe?
Son fenómenos muy distintos. En los países árabes los regímenes nunca han prometido sistemas democráticos representativos y aquí, desde el siglo XIX, nuestras instituciones sí lo prometen: prometen independencia de poderes, autonomía del poder judicial y nunca se ha cumplido. Todas estas manifestaciones en Latinoamérica responden al hastío de la gente de la mentira, a la corrupción, a la búsqueda de caminos de renovación de la democracia.
¿Le falta renovación a la política centroamericana y latinoamericana?
En El Salvador, por ejemplo, hay una renovación. El presidente Nayib Bukele es muy joven. No hay renovación de los esquemas de poder, eso sigue pesando. Que alguien que llegue al poder, cualquiera sea la edad que tenga, busque concentrar el poder en una sola mano bajo la convicción -démosles el beneficio de la duda- de que solo así podrá llevar adelante un proyecto de transformación. Entonces dicen que no es suficiente su período presidencial original y hay que reformar la Constitución para tener una chance más.
Y esto se repite y se repite; somos países que en déficit institucional no hemos salido del siglo XIX cuando se proclamaban las Constituciones y eran perfectas en las letras, pero el caudillo triunfante de una revolución liberal mandaba a suspender la Constitución con el pretexto de que no había condiciones para aplicarla. El último caso en Nicaragua es la revolución tardía de (José) Zelaya y hace eso; la suspende y fue reelegido tres veces cuando la Constitución lo prohibía. No estamos viendo nada nuevo en Centroamérica.
¿Esa repetición condiciona la reacción de los gobiernos de la región frente a Ortega?
Sí, porque en Centroamérica es muy difícil que ningún gobierno se ponga en contra de Ortega abiertamente porque todos tienen techos de vidrio, excepto Costa Rica. La situación en Honduras es muy precaria; el hermano del Presidente está enjuiciado y condenado en Nueva York por tráfico de drogas. En Guatemala tres fiscales que quisieron actuar con autonomía y aplicar la ley para juzgar a los corruptos están exiliados en Estados Unidos. Como las instituciones son tan débiles y seguimos con el esquema tradicional de que las personas siguen siendo más fuertes que las instituciones, cuando debiera ser al revés. Eso ocurre en Costa Rica, donde la situación es completamente diferente; es otra manera de ver el poder.
¿Qué rol tiene la comunidad internacional en casos como el de Nicaragua?
Hay que poner los acentos donde se debe. Frente a la situación de impotencia que se vive en Nicaragua, la represión continuada y de que nadie puede salir a la calle porque corre el riesgo de detención, hay dirigentes políticos a los que no se los deja salir de su casa, la plana mayor de los partidos está detenida junto a los candidatos presidenciales... Tiende a pensarse de que bueno “quién va a liberar a Nicaragua, tiene que venir la comunidad internacional”. Eso no es posible, en las circunstancias en que el mundo se mueve hoy no funciona. Lo estamos viendo en Afganistán, es lo que quiso Estados Unidos y Occidente, instaurar un régimen democrático, invirtieron miles de millones y estamos viendo los resultados. Los procesos de cambio político, por muy difíciles que sean, deben gestarse y consolidarse dentro de los países. Obviamente la comunidad internacional debe ser solidaria.
¿De qué depende escribir una historia, qué rol tienen las nuevas generaciones?
Pertenecer a una nueva generación no necesariamente significa apropiarse de ideas nuevas, se necesita que los jóvenes se apropien de las ideas nuevas y se necesita que las élites que han dominado la economía, la política y la sociedad, cambien.
El gran déficit que tenemos es que esas élites nunca han tenido una mirada de largo plazo para encadenar procesos de cambio que lleguen a una transformación verdadera de la sociedad. La polarización derecha/izquierda ha sido tal que cualquier movimiento democrático que implique renovación de las estructuras es visto con desconfianza y esa falta de sentido de modernidad y de apostar por el largo plazo es una gran rémora para el desarrollo.
Para Nicaragua y para el resto de Centroamérica. Esta ceguera ante la necesidad de procesos de cambio hace que nuestras estructuras sigan siendo decimonónicas. No hemos avanzado en muchos sentidos hacia el siglo XX, ni digamos al XXI. Seguimos siendo muy tradicionales, muy patriarcales; el sentido del poder sigue siendo muy vertical.
Las democracias seguirán fracasando mientras no exista el sentido de modernización, que las élites lo asuman como propio y la visión de largo plazo en la política. Nadie siembra para cosechar dentro de 20 años porque no es políticamente rentable. Eso ha sido destructivo, impide sumar no sólo avances en distintos períodos, sino que haya ejes estratégicos del desarrollo que vayan más allá de las contingencias ideológicas.
¿Cuáles serían esos ejes?
Si nos vamos a poner de acuerdo en que sin educación no hay nada, hay que construir la columna vertebral de ese proceso y sostener los niveles mínimos que la Unesco en 1979 dijo que se necesitaba como inversión del PBI, el seis por ciento. Nunca se ha cumplido. Tener esa visión continuada de desarrollo. Costa Rica lo consiguió, de alguna manera, en los 50s y 60s. Las reformas de (Rafael) Calderón Guardia y de (José) Figueres sumaron, no restaron. Vertebraron el crecimiento del país. Un esquema parecido es el que le ha hecho falta a Centroamérica.
¿Cuánto determina su escritura ser nicaragüense y centroamericano?
Creo que mucho, es una marca importante. Somos países muy pequeños, desconocidos en el mapa literario generalmente. Cuando se dice que Sergio Ramírez es el primer centroamericano en ganar el Cervantes, escucho con atención. Me gusta porque nos ven como una región cultural, quiere decir que tenemos una identidad centroamericana. Me gusta mucho que me vinculen con una región por la que bato el cobre.
Frente a los desastres de la historia hemos podido preservar una identidad cultural. Cuando gané el premio Alfaguara en 1998, el jurado falló que era doble. Estaba Eliseo Gualberto de Cuba y yo; para la editorial era un problema de mercado porque la bolsa eran unos US$178.000 y lo duplicaron. El comentario era “estos autores vienen de países sin mercado editorial”. Era un mal negocio editorial.
El desafío político incumplido lo abordamos; debería haber un cambio profundo de mentalidad política que no sé cómo se podrá conseguir dentro del pensamiento arcaico que domina la región. De ahí se desprende lo social, pues está íntimamente ligado a lo económico. Si no hay una redistribución de la riqueza y si no se incorporan a grandes sectores de la sociedad a la vida moderna a través de la educación no habrá cambio social. Es un perro mordiéndose la cola. Cambio de mentalidad y educación vienen siendo lo mismo.
El proyecto de educación debe ser muy aventurado porque ya nos comimos el siglo XX y ahora debe ser para el XXI, ligado a las tecnologías, al futuro, a la globalización. Cambiar la educación significa empezar con que en el último rincón rural de Centroamérica haya un ordenador portátil, sin eso no hay educación. Somos sociedades de mercado, lo vamos a seguir siendo, pero tenemos que ser sociedades modernas donde el mercado sea una herramienta, no un fin en sí mismo.
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