LA VOZ DE GOICOECHEA.- Ante la anticipada e inesperada partida a la eternidad de su esposa Rafael se resistía a la realidad por la que estaba pasando.
No podía apartar las escenas que se repetían en su mente una y otra vez en 1914 cuando ingresaban feliz y lentamente rumbo al altar de la iglesia de Cañas.
María Teresa Sirias Salazar, después de la bendición del sacerdote, colgaba de su brazo y escudriñaba los rincones de la iglesia con la mirada que le cautivó desde su infancia.
Saludaba sin distingo porque decía que la raza guanacasteca provenía de un instante de “arrechura” entre la luna y el sol por lo que toda/os eran de una sola familia.
Rafael rondaba doce años cuando conoció a Teresa en el caserío. Era tres años mayor y recordaba que desde niña su amiga se preocupaba por el peligro a las embestidas del ganado a que estaba expuesto como sabanero novicio.
Con el apoyo y convencimiento de ambas familias fijaron la fecha del matrimonio. Ese 28 de agosto que repercutía constante en su mente.
Tenía quince años cuando en la mitad de las horas del atardecer inexplicablemente comenzó a nublarse el sol. Teresa, al lado, con el dedo índice le indujo a subir la mirada al firmamento.
Minutos después el brillante círculo fue perdiendo lentamente su luminosidad ante el otro que de menor dimensión se sobreponía y cubría lentamente.
Después de los eternos segundos del fenómeno y respondiendo a la pregunta si estaba asustada escuchó:
- No, mi abuela siempre dice que la estirpe guanacasteca desciende de un beso secreto que le sustrajo la luna al sol en un instante de pasión.
Al casarse todo estaba previsto. Cañas estaba despoblado y comenzaban a edificar su hogar. Con el paso de los años la familia había aumentado y esperaban procrear algunos más.
Teresa se esforzaba en disimular el malestar que su esposo trataba de solventar por medio de curanderos. Antes de cualquier quebranto de salud ella se apoyaba en Raimunda quien ayudada por Lauro y Donato la sentaban en una mecedora y la miraban en silencio mientras despaciosamente tomaba aliento.
Durante el sepelio don Rafael parecía un fantasma. No hablaba, no escuchaba, no reconocía. Los familiares levantaban su mano y él correspondía bajando la mirada para disimular que no identificaba a quien le saludaba.
Antes del sepelio ensilló a su potranca y la ató bajo una extensa sombra. A la salida del camposanto se dirigió a la yegua y sintió un poco de lucidez.
Se acercó a los cuatro descendientes y después de acurrucarlos en un grande y corto abrazo les marcó una cruz en la frente. Raimunda, la mayor, siempre recordaría el momento en que le vio montar a la potra y desaparecer con rumbo norte.
Rafael temporalmente había perdido el juicio sin que nadie lo entendiese. Su primer reproche fue hacia Dios porque se consideraba un buen parroquiano. No entendía que había hecho mal para merecer ese momento ni la forma para criar a sus hijas/os sin Teresa.
Cuando espoleó la yegua no sabía (ni tenía) lugar para dirigirse. El cansancio notorio de la yegua (y también el suyo) le obligó a buscar un arroyo para descansar y recuperar fuerzas.
Al notar que estaban más restablecidos retornó a galope hacia el camposanto encontrándole desierto. Se santiguó frente a la entrada y se dirigió al rancho que encontró rodeado de penumbras y soledad.
Quienes le vieron alejarse del cementerio nunca se enteraron del inesperado y repentino retorno. Esa noche abrió una desvencijada “tijereta” que tenía en la “troja” donde guardaba los aperos para dormir la peor noche de su vida. Su único consuelo fue la paz que irradiaba la luna llena por ser portadora de gratos recuerdos.
Se sentía más atinado cuando los primeros rayos del sol le encontraron con unos aperos detrás de la albarda con rumbo norte desconocido hacia la frontera con Nicaragua. Esperaba retornar al inolvidable Cañas cuando tuviese el valor de enfrentarlo.
Raimunda extrañaba su núcleo familiar sin haber salido de su trance. Su tierna mente daba vueltas y, pensando en sus hermanos, comenzó a rezar por ellos ya que no se imaginaba por lo que estaban pasando.
Cuando vio a don Rafael cubrir la empapada cara con las grandes manos sintió compasión por él y un vació en corazón. Por un momento pensó que la fortaleza que admiraba de su padre estaba por abandonarle, no le gustaba verlo caminar entre los familiares sin reconocer nadie.
Cuando les acurrucó con el grande y corto abrazo marcando la señal de la cruz en cada frente lo sintió más ecuánime. Al verlo alejarse en su yegua pensó en el día que se volverían a encontrar...
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