Por Gerardo A. Pérez Obando (Gapo)
LA VOZ DE GOICOECHEA.- José Enrique fue un verdadero camarada. No puedo decir que nuestra amistad fue dilatada pero el apego no se mide con la métrica de tiempo sino con la intensidad con que se vive. Nos conocimos al inicio de una experiencia laboral donde él había iniciado tiempo atrás. Si a su estatura le adicionáramos veinte centímetros, completaríamos dos metros. Era un tipo jovial, atractivo y empático siempre rodeado de admiradoras donde estuviese (tenía una manera especial para tratar damas). A todas les pelaba el diente, pero escurridizo para relaciones serias. Al ingresar a las discotecas las chicas se acercaban para saludarle (y decir en clave) “ojo, aquí estoy”. Cuando la a voz inconfundible de Vladimir Lozano se mezclaba con el sabor latino de Oscar De León e inundaba la pista, las osadas le bombardeaban con la mirada levantando manos que olímpicamente ignoraba. Nunca supe como hacía para elegir la compañera ocasional de baile. Se ponía de pie apretando los puños de las manos a la altura del pecho y caminando con ritmo cadencioso y mirada imperceptible la elegida se levantaba para iniciar una cátedra salsera. En ocasiones especiales (ante alguna señal desapercibida) otra joven se acercaba y con ambas bailoteaba con el mismo sabor y destreza de unidad. Nunca fue jactancioso. Más bien (en ciertas ocasiones) le consideré tímido. En fiestas de compañeros se destacaba por su habilidad de guitarrista y buen intérprete de las baladas de la nueva ola. Todo eso sumaba su calificación positiva…
Algo de eso fue lo que unió nuestra amistad.
Siempre me gustó la fotografía. A él también, y como sabía poco quería conocer del tema. Ese fue el complemento unificador. Entonces buscábamos un par de amigas, normalmente diferentes en respeto a su regla. Los cuatro, entonábamos de previo su connotado grito de guerra: “a disfrutar la noche”. Hacíamos sesiones en lugares diferentes con poses no tradicionales cuyas impresiones compartíamos la semana siguiente... (eran rollos fotográficos) …
Compartíamos la música caribeña en vivo en el antiguo centro comercial El Pueblo, Colé en el Paseo Colón, y cualquier otro donde estuviese algún combo de Limón.
Sin darnos cuenta hilvanamos un humor fino y sorprendente que en el momento de expresar cualquier ocurrencia estaba en mi mente o viceversa. Sin hablar mucho nos entendíamos perfectamente.
Sin ponernos de acuerdo generalmente coincidíamos en el bus que nos llevaba al trabajo. Al ver una cara pensativa me codeaba diciendo, “mirá ese carajo, con esa cara debe estar pensando: “a la puta, ahora ¿qué hago?”. De inmediato yo contestaba, y aquella con la mano en la boca: “lo mato”.
Aprendimos lo fácil que es decir “no” en una anécdota compartida en un viaje en el bus:
José Enrique se sentó junto a un tipo que leía un periódico y comenzó a ojearlo por encima del hombro. El fulano se percató con el rabo del ojo y molesto comenzó a cambiar posturas para impedirlo. Pese a la incomodidad, Enrique seguía con el empeño de lector entrometido hasta que el susodicho hastiado lo cerró, dobló y colocó debajo del hombro.
Mi amigo, se envolvió en un frac de simpatía y dibujando en su rostro la mejor sonrisa preguntó decentemente:
¿Caballero, me prestaría el periódico…por favor?
De inmediato, la cara del interpelado se transformó en una máscara indescriptible que después de observarlo como a un insecto con una lupa respondió con un alarido que retumbó en el Paseo Colón:
-NOOooo
(Al bajar del bus sentimos el cataclismo de risa que duró tres cuadras de intensidad)
(Dejamos ir varios ascensores hasta el fin de las réplicas)
A partir de ese momento, fue un rito para Enrique que antes de decir “no”, asistido de la mímica abría un periódico, lo doblaba y metía en sus axilas.
Después de compartir la anécdota en la Oficina de Información Telefónica perdimos el miedo a decir “no” y si alguien insistía le decíamos: “¿te abro el periódico?”.
Compartimos años en intercambio de aprendizaje mutuo. Aprendí de sus destrezas para mejorar el desempeño laboral y de sus apuntes personales capté la una y mil maneras para apreciar damas, respetar compañeros y sobre todo criterios.
Además de la fotografía y algunas ocurrencias nunca supe de mi contribución a su comportamiento posterior.
Nunca comprendimos su partida de nuestro centro funcional porque desempeñaba un cargo importante con futuro prometedor debido al “bum” de la telefonía fija que estaba en su apogeo en el país a través del ICE.
Se trasladó a otra área en funciones completamente distintas a las técnicas administrativas nuestras y a otro sector geográfico.
Unos años después escuché decir que había renunciado para dedicarse a la docencia superior.
No tuve la oportunidad de expresarle mi agradecimiento porque dejamos de vernos de un día para otro (con nadie comentó que se iba) pero sé que siempre compartiremos el episodio chistoso e inolvidable de haber aprendido a decir “NO” en los años finales de nuestra segunda década de existencia.
1983
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