La restauración siempre será posible, mientras tengamos camino viviente con el que podamos esperanzarnos. Será cuando se garantice que el poder no es más que un ofrecimiento de servicio, un deber de generosidad, que nos exige saber dominar su uso para no caer en algo opresor, pues todo ha de cimentarse en la igualdad de derechos y oportunidades para todos. Quizás tengamos que mundializar el pacto, mediante un nuevo modelo de gobernanza universal, que indudablemente ha de basarse en la escucha a todos, con sistemas incluyentes y ecuánimes, con estímulos fiscales a proyectos de solidaridad y de energías limpias, fortaleciendo siempre los mecanismos de rendición de cuentas. Es el encuentro entre semejantes, sus latidos conjugados, los que nos dan aliento y hace que nos levantemos, que miremos a nuestro alrededor, y hasta que lloremos de alegría, porque la tristeza es lo que realmente nos debilita.
En efecto, no hay que tenerle miedo al complejo panorama
de hoy, puesto que la tragedia humana del COVID-19, también nos está ofreciendo
una oportunidad de repensar sobre nosotros mismos, y sobre aquello que nos
circunda. Por desgracia, las expectativas de vida suelen ser determinadas por
las circunstancias en las que uno nace, la familia a la que pertenece, el
género y tantos otros factores discriminatorios, que coloca a determinadas
personas en situación de inferioridad; puesto que mientras unos caminan con
suelas de oro, otros van descalzos; o mientras uno viajan en yates de lujo,
otros se dejan la vida en el mar, con míseras lanchas, intentando abrazar otros horizontes que les dignifique
y les libere de la agonía, hallando la muerte sin más. Son estos aires
segregacionistas, los que más pronto que tarde, han de ser barridos de la faz
de la tierra. Pongamos en práctica, lo que ya dijo en su momento, el novelista
francés Víctor Hugo (1802-1885), de que “no hay más que un poder: la conciencia
al servicio de la justicia”. Tal vez, el rescate más necesario y sublime, sea
ponernos todos al servicio de lo auténtico. Dejemos de mentirnos, que cuanto
más rueda la bola de la apariencia, más nos ahorcamos.
Permitirnos eclipsar por el maldito engaño es una forma de destruirnos el alma, que demolida tampoco siente ni padece por nada, pero que en este desorden en el que nos movemos, también llevamos en esa culpa la pena. Son tantas las desolaciones, que la pandemia probablemente incrementará aún más la pobreza y la desigualdad en el mundo, lo que dejaría al descubierto la falta de criterio y actuación conjunta ante las deficiencias de los sistemas sanitarios, la precariedad del empleo y la ausencia de oportunidades para esa gente que el mismo sistema excluye. Por eso, es el momento de la acción, de aspirar a transformar el mundo, haciéndolo más verde y sostenible, más de todos y de nadie, sabiendo que lo importante no es lo que queda por hacer, sino lo que se aspira a hacer, para salir de esta economía excluyente, diciendo un ¡no rotundo! a un dinero que somete en lugar de servir. Así, se manifiesta un deseo de participación de numerosos ciudadanos que quieren ser oídos, como ese mundo privilegiado y formar parte de esa historia de reconstrucción en la que estamos inmersos. ¡No apartemos a nadie! Seamos familia, renazcamos como tal, ¡démonos vida, corazón a corazón!
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