Sin embargo, la gran mayoría de los ciudadanos no saben pensar con claridad económicamente. Hemos descubierto esto a partir de 1752. Por lo contrario, la mayoría de los votantes consideran instintivamente a la economía como siendo un escenario de pugnas, en el que hay ganadores y perdedores que alcanzan victoria por empuñar o por perder la fuerza. Pero esto malinterpreta completamente el libre mercado.
El libre mercado NO es un escenario de combate. En vez, el libre mercado es una plaza de servicio
Los productores compiten entre sí por el dinero que los consumidores poseen. El libre mercado es un sistema en el que el consumidor tiene la autoridad. El hombre promedio tiene dinero para gastar, y puede gastarlo en cualquier cosa. El productor promedio tiene bienes para vender, y estos bienes son tan especializados que casi nadie a nivel general quiere comprárselos, por lo que los productores tienen que competir entre ellos para ganarse clientes específicos de entre los muchos que hay desinteresados en general.
Por otro lado, el votante promedio conceptualiza a la economía diferentemente. La considera desde el punto de vista de los productores, que compiten entre ellos para vender sus servicios o artículos al que tiene la autoridad de consumirlos. El ciudadano común no discierne qué sistema es el que fija los precios en el libre mercado y cómo los consumidores también compiten con otros consumidores por conseguir lo limitado que los productores estén presentándoles.
O sea, cuando los votantes ven subir los precios, culpan a los productores, porque no reconocen que en el mercado libre hay dos subastas que están tomando lugar simultáneamente: una entre consumidores que se contrapuntean por lo que los productores ofrecen y otra entre los productores que se contrapuntean para ofrecer algo particularmente. En vez, lo votantes ven a los productores como siendo destripadores.
Pero algunos precios están subiendo, no porque los productores estén desgarrando a los consumidores, sino porque los consumidores compiten entre sí por un suministro limitado de un bien o servicio en particular que todos ellos quieren a la vez. La ley de la subasta prevalece: la oferta más alta se lleva el servicio o el artículo limitado.
Por su parte, los votantes como trabajadores piensan de sí mismos parecido a los productores. Se creen especializados en lo que hacen con qué ganarse la vida. Venden sus habilidades y su historial de trabajo particular al mejor postor, que resultan ser sus patronos. Piensan, pues, como empleados. Y en ese papel, son como personas con un martillo en la mano: para ellos, toda la economía parece estar hecha de clavos a martillar. Piensan de una sola manera.
Tienen miedo de ser despedidos. Le tienen mayor miedo a ser despedidos que a una tonelada de restricciones que el Gobierno impone, que reducen la autoridad de ellos como consumidores. No ven todas estas restricciones. No leen miles de páginas al año de nuevas legislaciones que sus Congresos generan. Lo que ven singularmente es la posibilidad de que un cambio en la dirección de gustos de los consumidores en general puede llevar a sus empleadores a la bancarrota y dejar a todo empleado sin trabajo. Esto es lo que más temen.
Por lo tanto, exhortan al Gobierno a rescatar a sus industrias o a segmentos de ellas o, incluso, a rescatar a algún patrono en especial. No están comprometidos con la libertad económica. Están comprometidos a batallar políticamente para ganarse en la legislatura a algún burócrata que le favorezca con el poder fiscal. Para ellos, la economía es, en última instancia, la politiquería. La politiquería es cuestión de que el ganador se lleve todo, o al menos que obtenga la mayor parte de los beneficios que el Gobierno decida distribuirle. La política no se trata de servicio. Se trata de coerción. Esa mentalidad tiene que ver con ganar y perder a la fuerza.
El libre mercado existe para el servicio, no la coerción
Mas, el corazón del sistema de libre mercado no es la coerción sino la libertad de los consumidores para tomar decisiones sobre qué comprar y a qué precio hacerlo, teniendo autoridad como consumidores para decidir. Por lo tanto, es un sistema basado en el servicio a los consumidores, porque ellos tienen la última palabra. Y esto se debe a que los consumidores tienen el producto más comercializable: el dinero.
Ante ello, la mentalidad de aquel productor que tenga como fin derrotar a todos sus competidores en una batalla sin cuartel para ganarse el dinero de los consumidores es esencialmente una mentalidad militar, enseñoreada. No es una mentalidad de servicio al consumidor sino de conflicto contra los que han de terminar sometidos al mayor productor.
Jesús advirtió en contra de la mentalidad del enseñoramiento:
Pero Jesús los llamó a él y les dijo: “Sabéis que los que tienen el dominio sobre los gentiles ejercen señorío sobre ellos, y sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero así no será entre vosotros, sino que cualquiera que sea grande entre vosotros, será su ministro; y cualquiera de vosotros que sea el principal, será siervo de todos” (Marcos 10: 42-44).
Esta debería ser la mentalidad del productor con respecto a todos los consumidores. Es una mentalidad de servicio. No es una mentalidad de explotación con fin a ser el gran señor de todo.
El mercantilismo y la coerción
El productor que se enfoca en derrotar a su competidor ha adoptado la mentalidad del mercantilista. El mercantilismo es la economía de la competencia de suma cero. El mercantilismo ve la competencia económica en términos de agregados políticos llamados naciones. Una nación, un agregado conceptual, supuestamente se beneficia a expensas de otra nación. La mentalidad mercantilista es la mentalidad del campo de batalla militar. Es un ejército que intenta derrotar a otro ejército porque no hay suficiente para los dos, por cuanto solo uno de los dos se puede llevar todo. Es la perspectiva del ganador conquista.
Esta es la mentalidad de un productor que ve la guerra en el competir, en la que no hay triunfo sino hasta llegar a ver a su competidor destruido, dejándolo sin control de la industria. Él ve el éxito económico en términos de un juego de suma cero. Su compañía prosperará a expensas de sus competidores. Pero el mercado libre NO es una competencia de suma cero. Es un proceso productivo en el que productores y consumidores se benefician juntos.
La meta de beneficio mutuo es la esencia de la mentalidad de la competencia de libre mercado. Cualquiera que se concentre en derrotar a un competidor más que en satisfacer a un consumidor ha adoptado la mentalidad mercantilista y está en oposición práctica contra el mercado libre.
Todo conflicto militar se basa en la coerción. Se basa en tecnologías o técnicas y estrategias de destrucción. Esto es lo contrario del mercado libre. El mercado libre se basa en el intercambio voluntario. Se basa en las tácticas y estrategias de construcción. Se basa en la idea de los beneficios alcanzables cuando se construye, no cuando se derriba.
El mercantilista, porque adopta la mentalidad del generalísimo en lugar de la del servidor, se ve tentado a buscar la coerción estatal como base de su expansión económica. Esta estrategia utiliza la redistribución económica de los ciudadanos para promover políticas económicas que desarrollen el poder del gobierno central. Este poder lo utilizan con el Gobierno para reestructurar la economía doméstica. El Gobierno Central alcanza así control de la moneda, los precios y las reglas que rigen la producción y la distribución, y sus políticos clave son los que estos mercantilistas buscan meter en sus bolsillos.
Por su parte, los políticos que construyen la estructura política de la redistribución de la riqueza de los ciudadanos buscan persuadir a los ciudadanos de que esta interferencia fiscal en sus vidas y en el mercado es legítima, debido a una hipotética “guerra económica” con algún otro grupo de políticos del otro bando al otro lado de alguna frontera, donde aquellos están haciendo lo mismo con sus ciudadanos. Si tienen éxito en este engaño político masivo, pueden obtener la cooperación de los ciudadanos, de quienes extraen la riqueza y la libertad. Este tipo de guerra favorece a los mercantilistas enseñoreados y sus políticos en ambos lados de la frontera, pero empobrece al pueblo y lo esclaviza.
Hay una vieja historia sobre un abogado que casi no ganaba dinero en un pequeño pueblo. No podía conseguir que los residentes del lugar le pagaran por pelear casos. Eventualmente, otro abogado se muda al pueblo y, de repente, ambos comienzan a prosperar. El pleito es buen negocio para abogados. No es bueno para los ciudadanos. Cuando escuche sobre los beneficios de la “guerra económica” internacional, piense en ese par de abogados persuadiendo a la población de una ciudad para que entreguen su dinero con qué pelearse con el otro abogado de la ciudad.
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