Desde la cruz, Cristo nos ama porque está vivo,
y vence a la muerte para darnos otra esperanza,
para ir adelante, reconciliados consigo mismo.
Tomemos su luz para no perdernos en la senda,
volquemos el entusiasmo en crecer mar adentro;
pues, para fraternizarse, antes hay que quererse.
En camino vamos, con el corazón al encuentro,
dispuestos a todo, a perdonar y a ser absueltos,
con la alegría en los labios, viendo al Redentor.
Somos su pulso, exploradores del rostro divino,
continuadores de su rastro de amor en la tierra;
dejémonos guiar por Él, está ahí, con nosotros.
Sí, el Maestro es nuestra mayor certeza existencial,
¿cómo no apresurarse a anunciarlo por doquier,
y cómo no alcanzar sus pasos para abrazarle?
Aprender a reprendernos con sus inmaculados ojos,
es la mejor virtud para tender y extender la mano,
sólo así se puede remontar el abismo, ¡levantarse!.
II.- LA MÍSTICA DEL CUERPO
Si el Crucificado resucitó, todo ser reaparece,
vuelve a presentarse y a renacerse en la poesía,
reconocida la infusión de un alma vivificante.
Todo tiene su espíritu de naciente eterno, y todo
lo que se conjuga en el Verbo de Dios resucita,
porque el Mesías mismo es la vida del propio verso.
Como Él, suspiramos en la cruz de cada aurora,
y cuando el trance nos sobrecoge sin más aviso,
se hace presente el soplo nuestro en el Resucitado.
El Señor de vivos y muertos jamás nos abandona,
nos redime hasta hacernos semejantes a su pasión,
pues la caída ya no tiene dominio sobre nosotros.
Entonces, si nuestra efectiva patria está en el cielo,
¿por qué empuñar con afán este polvo mortuorio,
que no conoce otro poder que el apoderarse de mí?
Vernos y cuánto más interiormente puedas mirar,
es un buen modo de crecer y recrearse en el gozo,
de desprenderse de sí purificado, ¡donándose!.
III.- LA MÍSTICA DEL ALMA
La conciencia nos pide ser veraces de corazón,
para que aparezca lo que está dentro del alma:
silencios acompañados, soledades acompasadas.
Hay que ser coherentes con la mística del hacer,
pues quien ha empezado a vivir en la verdad,
comienza a no dejarse envenenar por la mentira.
Lo importante es no amargarse y dejar coexistir,
que quien no atormenta se engrandece de afecto,
como aquel que no impide hallarse en los demás.
En esa unidad visible corporal, el Creador cohabita,
nos orienta y nos pone en situación de ser y estar,
enhebrados al ciclo de la sístole y diástole incorpórea.
Ayúdanos Padre, pues, a interrogarnos con tu aliento,
¿por qué encerrarnos en nosotros, y mostrar apatía,
si hemos venido para liberarnos del mal y amarnos?
No hay más apacible compañía que cultivar la bondad
y radiar su siembra, que dejarse cautivar por la sombra
del bien, hasta sentir que hemos cambiado, ¡por Jesús!
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