Una red de albergues clandestinos en Costa Rica para quienes huyen de Nicaragua


LA VOZ DE GOICOECHEA.-   Opositores del gobierno nicaragüense se esconden en una casa de seguridad en las montañas al otro lado de la frontera, en Costa Rica.

El patio está repleto de colchones y maletas; algunas de ellas desbordan ropa. Se usan sábanas para separar a las familias de los extraños y a las mujeres de los hombres.

Las mujeres cocinan en una fogata al aire libre que se alimenta con madera recién cortada porque en la cocina de esta sencilla casa rural de tres habitaciones en el interior costarricense no hay espacio suficiente para preparar los alimentos de cincuenta fugitivos hambrientos.

Esta es una casa de seguridad para manifestantes nicaragüenses que intentan evitar que las autoridades de su país los capturen. No fue diseñada para albergar cómodamente a mucha gente.

Aunque la propiedad se encuentra del otro lado de la frontera, en Costa Rica, quienes viven aquí se turnan para hacer guardias nocturnas ante el temor de que agentes nicaragüenses puedan infiltrarse en su refugio.

La mujer que lo dirige, que se hace llamar “la Madrina”, miró a su alrededor mientras un compatriota cortaba un tronco con un machete para hacer más leña.

“La estadía aquí la consideramos temporal”, dijo la mujer. “Ya estamos cansados y queremos regresar a casa”.

El nombre verdadero de la Madrina es Lisseth Valdivia; era propietaria de tres tiendas de ropa en Matagalpa, una ciudad al norte de Managua, la capital de Nicaragua. A esta mujer de 39 años, madre de dos hijos, le gustaba ir al gimnasio; tenía una moto nueva y le iba bien económicamente.

Lisseth Valdivia cuida de los niños que viven en la casa de seguridad. Su hija adolescente está con ella. 

Su vida, al igual que la de decenas de miles de nicaragüenses, se transformó en abril de 2018, cuando primero los jubilados y luego los jóvenes salieron a las calles a exigir la destitución del presidente Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo.

Hacía tiempo que muchos nicaragüenses consideraban que Ortega, en el cargo desde 2007, iba volviéndose cada vez más autocrático. No obstante, lo que acabó por llevar a las calles a los manifestantes de manera masiva fueron los recortes a la seguridad social, tremendamente impopulares.

Según observadores de derechos humanos, la policía y las turbas oficialistas respondieron con brutalidad a los reclamos, al disparar y asesinar a manifestantes de todo el país, incluso a los que estaban desarmados.

Valdivia se preguntaba por qué nadie los ayudaba. Primero murió un manifestante en su barrio, luego otro más. Cuando le dispararon al tercero, subió a su motocicleta nueva y acudió a auxiliarlos.

Pasó dos meses dirigiendo lo que ella consideraba un puesto de control humanitario, que brindaba primeros auxilios y daba de comer a los manifestantes que cerraban el paso a los vehículos con barricadas improvisadas. Dijo que aprendió cómo usar morteros caseros, aunque en general dejaba a los hombres el uso de esos artefactos.

Luego su familia la llamó para advertirle: “Ni se te ocurra venir aquí a tu casa, ya entraron. Hay alrededor de veinticinco policías en tu casa y la están destruyendo”.

Entonces huyó y nunca regresó. Dejó atrás tres negocios cerrados, una casa, un auto, la moto y, por su propia seguridad, a su hijo de 7 años, que dejó al cuidado de su padre, quien apoya al gobierno y a veces envía a Valdivia mensajes de texto furibundos quejándose de sus lealtades.

“Pero por ahora tengo que estar con mi gente”, dijo, refiriéndose a los fugitivos como ella. “En un futuro, cuando Nicaragua sea libre, mi hijo va a gozar de todo ello”.
Manifestantes, muchos con órdenes de aprehensión, grababan un mensaje de video para publicarlo en las redes sociales mientras se escondían del gobierno en una casa de seguridad. 

Valdivia ahora vive con su hija adolescente y decenas de personas que conoció hace poco, incluidos un locutor de radio acusado de incendiar una estación gubernamental, ocho menores y varios estudiantes universitarios.

Ella es quien aprueba el ingreso de los recién llegados a la propiedad; no acepta a los que han estado en prisión porque teme que puedan haber sido liberados a condición de volverse informantes.

En los primeros días de las protestas, con cientos de miles de personas en las calles, muchos observadores pensaron que Ortega —quien también gobernó Nicaragua durante buena parte de los años ochenta— sería destituido, pero la respuesta brutal del gobierno, que causó cientos de muertos, parece haber consolidado su poder.

A pesar de ello, los que huyeron no pierden el optimismo.

“No nos rendimos”, dijo Samuel Gutiérrez, de 13 años, quien llegó a la casa en Costa Rica primero en autobús y luego a pie después de huir de Nicaragua con sus padres. Samuel, quien sobrevivió a un ataque del gobierno a una iglesia donde murieron dos personas, no ha podido empezar la secundaria, dado que está aquí escondido en la propiedad.

“Sí vamos a regresar”, dijo el padre de Samuel, Orlando Gutiérrez, de 50 años, mientras un grupo de fugitivos asaba malvaviscos en la fogata. “Todos nosotros”.

Según la versión del gobierno nicaragüense, los manifestantes son terroristas y asesinos. Esos estudiantes que paralizaron el comercio cuando arrancaron adoquines de las calles y los usaron para construir barricadas en intersecciones en todo el país, de acuerdo con el discurso oficial, estaban armados y alineados con conspiradores golpistas de derecha bien financiados, entre los que se incluye a la Iglesia católica.

Un manifestante hace guardia en una casa de seguridad. También en las noches se turnan para hacer guardia. 

De las 322 personas asesinadas desde que comenzaron las protestas, veintidós eran policías y unas cincuenta eran miembros del partido gobernante, el Frente Sandinista de Liberación Nacional, según una organización de derechos humanos nicaragüense ahora prohibida por el gobierno. Los manifestantes creen que muchas de esas personas murieron por fuego amigo o por intentos cínicos de culpar a la ciudadanía, armada principalmente con piedras y resorteras o tirachinas.

Para el verano, el gobierno había recuperado ventaja. En julio, la policía, con rifles de asalto en mano, demolió más de cien barricadas. Los amigos se habían vuelto infiltrados, la inteligencia policiaca había funcionado mejor de lo imaginado y los activistas fueron arrestados en sus propias casas o en escondites subterráneos por todo el país.

Al menos 565 personas siguen en prisión, algunas enfrentan acusaciones de homicidio y otras de actos que el gobierno considera terrorismo. Veintitrés mil personas más, como la Madrina, se refugiaron en la vecina Costa Rica.

Valdivia, quien inicialmente se ocultó en las montañas nicaragüenses, atravesó la frontera en agosto, tras una llamada sorpresiva. “Te voy a ayudar a salir”, le dijo su interlocutor.

La voz pertenecía al empresario nicaragüense Jorge Estrada, quien había huido a Costa Rica tres años antes, cuando el gobierno confiscó un desarrollo habitacional que estaba construyendo.

Los manifestantes en el exilio se reúnen en torno a una fogata. 

Ahora Estrada dirige lo que se podría llamar una red clandestina; ha hecho los preparativos para que alrededor de seiscientas personas abandonen el país, dijo, y paga la renta de tres casas de seguridad, incluida esta, en Costa Rica.

Los fugitivos lo llaman Comando

“Ya sabes lo que pasa cuando los agarran: tortura y los asesinan”, dijo Estrada. “¿Cómo dar la espalda a algo así?”.

Un día de diciembre, Estrada apareció en la casa de seguridad con tres enormes charolas de huevos. Dijo que gasta alrededor de 200 dólares diarios únicamente en comida. Los exiliados consumen 9 kilos de arroz y casi 8 kilos de frijoles al día tan solo en este albergue, comentó Valdivia.

Todos se congregaron en torno a Estrada, impacientes por recibir alguna noticia que no hubieran averiguado aún por medio de Facebook y WhatsApp, donde abundan noticias falsas de la crisis.

El presidente estadounidense, Donald Trump, acababa de firmar la Ley de Condicionalidad de la Inversión en Nicaragua (NICA, por su sigla en inglés), que promete someter a Nicaragua a fuertes sanciones hasta que se restablezca el Estado de derecho.

En la casa de seguridad se usan sábanas para separar a las familias de los extraños y a los hombres de las mujeres. 

“Si todo lo que está haciendo Estados Unidos, toda esta presión, no funciona para que este señor Ortega reaccione y se vaya, se viene una de las guerras más sangrientas que Nicaragua ha visto”, afirmó Estrada. Eso, siempre y cuando la oposición tenga armas.

“Armas no hay”, se lamentó Estrada. “Estados Unidos es el único que puede ayudar con eso y todavía no ha dado luz verde, como se dice”, agregó el empresario.

Al igual que Estrada, Valdivia tiene la esperanza anhelante de que Trump intervendrá, de que el líder republicano rescatará a Nicaragua del régimen de Ortega.

“Creemos en él”, dijo Valdivia. “Yo sé que Estados Unidos, al mirar que nos están matando, va a venir”.

Sin embargo, si la ayuda internacional no se materializa, los nicaragüenses no están interesados en el asilo político en Costa Rica, dijo la Madrina.

“Yo creo que casi todo mundo se va a regresar”, afirmó, “y aunque sea con piedras”.

FUENTE Meridith Kohut para The New York Times




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