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Manuel Emilio Morales B. Periodista (Foto: Manuel Morales) |
LA VOZ DE GOICOECHEA.- Segundo de tres articulos: Propietario de una pequeña fábrica de sombreros y gorras, se esforzaba por tratar de ofrecernos alguna variedad; sin embargo, la cinta Tarzán, el Hombre Mono, confieso que la vimos más de treinta veces.
Los granizados de Claribel también nos llamaban a cita los fines de semana. Esta alegre mujer se esmeraba en ofrecernos deliciosos postres con leche en polvo. Junto a esta venta casual, se encontraba la zapatería de Raúl y Chibeto, en donde muchos llegábamos a travesear y a jugar con las hormas en las que majábamos las suelas mojadas.
Se me quedaba en el tintero el recuerdo del policía de ronda quien siempre echaba a perder la mejenga. Apenas asomaba, ya fuera por la esquina de Mel o por la de la casa de los Sojo, había que esconder la bola y, en muchos casos, buscar refugio en nuestras casas para evitar una regañada del servidor del orden.
Era firme en el cumplimiento de su deber y no permitía que se violaran las reglas establecidas. De modales pocos finos se mostraba orgulloso del uniforme que portaba.
Por su escasa estatura e insistencia en evitar que jugáramos en las calles, su presencia empezó a incomodarnos a tal punto que pronto apareció un apodo, “tapón de chilera”.
Aún tengo presente el día en que algunos de nuestros compañeros de huelga esperaron al humilde policía hasta que llegara a cumplir con su tarea. De inmediato, empezaron a pasarse el balón mientras que el policía corría de un lado para otro de la calle con cara de furia mientras lanzaba órdenes que no eran atendidas. “Hasta un túnel le hice”, comentaba después uno de los irreverentes amigos.
Esa aventura produjo que el guarda fuera a quejarse y a advertir a varios de los padres de familia sobre la falta de respeto de los chiquillos. Estoy seguro de que a más de uno le costó una fuerte llamada de atención de sus progenitores.
El Asilo Carlos María Ulloa, dedicado a la atención de los ancianos, tiene un especial significado. Prácticamente, todos colaboramos con el Padre Forn en calidad de monaguillos. En este ejercicio disfrutamos el fortalecimiento de nuestra fe y logramos admirar la pasión y entrega que las hermanas de la Caridad de Santa Ana han puesto, durante muchas décadas, en este apostolado.
Asimismo, la finca del Asilo fue escenario de nuestros recorridos para obtener furtivamente naranjas, mangos, guayabas, chayotes, tacacos y jocotes. También, para observar, los jueves a las seis de la tarde, algunas películas que les ofrecían a los viejitos. Cabe señalar que pese a nuestra condición de monaguillos, debíamos burlar la vigilancia del guarda Emilio, para poder llegar al salón de proyecciones, ya que estas eran “exclusivamente para los internos”.
De los amigos que logramos cultivar en ese centro de atención, el tartamudeo de Clemente me acongojaba cuando trataba de darse a explicar, mientras que el ciego de pequeña figura, quien tocaba las campanas de la capilla del hospicio, me impresio- naba por su facilitad para desplazarse por las instalaciones.
Pero de toda esta experiencia de acólito, una en particular aún tengo vívidamente presente, como una mezcla de travesura y pesadumbre, las carreras que realizábamos los amigos con los pacientes en sillas de ruedas. Los largos corredores nos servían como pista para demostrar nuestras habilidades como conductores. Hoy, con el paso del tiempo, me cuesta perdonarme aquellos atrevimientos llenos de serios riesgos. Afortunadamente, en ningún momento ocurrió un accidente, ya que tal situación hubiese sido lamentable.
La Junta Progresista del barrio fue timbre de orgullo para nuestros padres. José Innecken, Manuel Valerio, Jorge Carrasquilla, Hugo Poltronieri, Edwin Ortiz y Manuel Morales, que recuerde, formaban parte de esta. La cita semanal que los reunía era una verdadera tertulia la cual iba más allá de los problemas locales.
La pavimentación de las calles fue un esfuerzo enorme de este grupo de trabajo y una decisión que cambió la cara del barrio. Aún tengo presente la imagen del vehículo tipo regadera que rociaba el petróleo sobre la base de la calzada. La iluminación pública y la construcción de algunas aceras y cor- dones de caño, también formó parte de su permanente trabajo.
Pero no todo era alegría, ya que, como niños inquietos, jugábamos sobre el petróleo fresco, lo que se tra- ducía en nuestras casas en pisos manchados, lo que, además de una buena reprimenda, obligaba a las madres a un arduo trabajo para mantenerlos limpios. La llegada de los medidores de agua también fue otra de las novedades.
En este cúmulo de recuerdos, las celebraciones de la Semana Santa reclamaban el concurso de niños, jóvenes y adultos. Era, si se quiere, una convocatoria automática.
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Río Torres |
Encabezados por Mario Loaiza, existía un gran compromiso en construir los alta- res de la mejor manera. Desde horas tempranas de la madrugada, tres o cuatro de la mañana, brocha y lata de cal en mano pintábamos las calles, las cuales adornábamos, también, con flores y palmeras.
Las estaciones de la Pasión comprometían nuestros mayores esfuerzos. Sin falsa modestia, debemos concluir que eran hermosas y llenas de color y creatividad. El comentario de los vecinos de barrios cercanos alimentaba nuestro orgullo.
Allí, además, aparecían vestidas de ángeles con caras de cielo y pequeñas sonrisas nuestras hermanas y amigas. Este mismo ritual se repetía durante la celebración del Corpus Christi.
Mención aparte merece en este relato nuestro equipo de fútbol, el querido Reviens. De las mejengas de la calle decidimos pasar a una actividad deportiva más formal, para lo que no tuvimos que hacer mucho esfuerzo. Siempre quisimos tener una organización y esta era la gran oportunidad.
Los jugadores estábamos, los deseos sobraban, pero los recursos eran escasos. Ante el dilema de contar con un uniforme y los implementos necesarios para iniciar el proyecto, surgió la figura filantrópica de doña Cavita.
Una breve conversación y la mayor parte del problema económico estaba resuelto. Su donación de una esclava imitación oro viejo nos permitió, mediante una rifa, reunir prácticamente todo el dinero para aquellas primeras camisetas blancas de punto con una “R” sobre el pecho y números negros en la espalda, junto con pantaloneta y medias también negras que completaban el uniforme.
A partir de allí, el Reviens fue la pasión de todos los jóvenes y de nuestras familias. Los campeonatos en Calle Blancos y el Tajo, en San Francisco, las excursiones a Turrialba, Acosta, Guanacaste y a diferentes cantones de Alajuela y Heredia y los encuentros de noche, se convirtieron en nuestra principal preocupación. Las rifas para la compra de balones e implementos empezaron a brindarnos un respiro, también, para la inscripción en los torneos en que participábamos.
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(Foto Jara) |
Fueron muchos los momentos felices, toda vez, que empezamos a ganarnos un importante prestigio en canchas abiertas. Se constituyó un conjunto de respeto.
Gerardo Jiménez, Juvenal Valerín, Manuel Emilio Morales, Ronald Bolaños, Everardo y Héctor Arévalo, Gerardo Arguedas, Rodolfo Aguilar, Gerardo Conejo, Luis Ramírez, Paúl y Boris Paniagua, Hugo y Rizzieri Poltronieri, Sergio Palomo, Eduardo Saénz, Fernando Vargas, integramos el primer equipo.
La lista de quienes también nos acompañaron como jugadores en esta odisea de más de diez años es extensa, pero vale la pena citar algunos: los hermanos Édgar, Cholo y el Negro Marín, Donald García, los hermanos venidos de Turrialba: Mario, Arnoldo y Guillermo Hernández, Misael Alvarado, Julio y Fernando Bonilla, Alejandro Granados (Betancourt), Álvaro Ramírez (El Negro), Miguel Calderón, Antonio Bonilla (Tony), Rodolfo Ramírez (Caribe), Mincho, Mario Quesada.
También es oportuno recordar a nuestros directores técnicos: Marcos Sánchez, Fernando Chinchilla, Amado Vargas, Chino Arguedas, pero, en la mayoría de los casos, el equipo se “armaba” de consenso entre los propios jugadores, la famosa “argolla”, que algunos criticaban.
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