Dios en la Constitución

OPINION por Miguel Angel Rodrìguez

Costa Rica y su constitución son en sus valores fundamentales el resultado de la cultura cristiana y como tales no pueden deshacerse de Dios.

¿Cómo fundamento esa afirmación?

Para empezar por el principio, es necesario reconocer que una constitución no puede ser relativismo puro, pues no tendría sentido.

Nuestra constitución se fundamenta en valores esenciales que gravitan alrededor de la idea central de la dignidad intrínseca de la persona humana, de toda persona y de cada persona. De esa fuente primigenia brota la vocación por la libertad en nuestra carta fundamental y su defensa de los derechos humanos.

Como reiteradamente lo ha expresado nuestra Sala Constitucional la defensa de la dignidad y la libertad de las personas y de sus derechos fundamentales va mucho más allá de la letra del articulado constitucional. Los valores que defiende nuestra carta fundamental se deben interpretar en favor de la persona, y se extienden a cubrir además de lo que expresamente disponen sus normas y los tratado internaciones de derechos humanos que hemos suscrito, “al principio de razonabilidad de las leyes y otras normas o actos públicos, o incluso privados, como requisito de su propia validez constitucional, en el sentido de que deben ajustarse, no sólo a las normas o preceptos concretos de la Constitución, sino también al sentido de justicia contenido en ella, el cual implica, a su vez, el cumplimiento de exigencias fundamentales de equidad, proporcionalidad y razonabilidad, entendidas éstas como idoneidad para realizar los fines propuestos, los principios supuestos y los valores presupuestos en el Derecho de la Constitución” (Famosa sentencia 1739-92 de la Sala Constitucional redactada por el Magistrado Rodolfo Piza Escalante qdDg).

Desde las posiciones del Presbítero Florencio del Castillo hasta nuestro texto constitucional de 1949, podemos observar de manera recurrente e inequívoca una constante de valores que se constituyen, bien sea explícita o implícitamente, en verdaderas “normas pétreas” de la constitución al interpretar lo que somos los costarricenses.

Y esos valores en nuestra evolución cultural son fruto de la evolución judío-greco-romana-cristiana y acordes con la civilización del amor que encarna nuestra religión católica. Como nos dice San Pablo: “Ya no hay diferencia entre judío y griego, entre esclavo y hombre libre; no se hace diferencia entre hombre y mujer, pues todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús.” (Gal 3, 28).

Frente a esta realidad -como contundentemente ha elaborado el Cardenal Ratzinger desde antes de su papado- no cabe la visión relativista que pretenden algunos convertir en dictadura intolerante, que da la espalda a los valores y tradiciones de nuestra sociedad. Y menos es de recibo pretender que la única métrica de valoración absoluta es el empirismo científico, que relega los valores y lo trascendente al campo de lo personal y así pretende resolver la asignación de los temas a las esferas pública y privada.

Claro que debe imperar la tolerancia. Pero la tolerancia no se fundamenta en el relativismo que más bien puede ser fuente de la arbitrariedad. Mejor se fundamenta la tolerancia en la dignidad humana, en el amor al prójimo, en la aceptación del otro. Y los errores históricos que en la práctica hayan cometido representantes del cristianismo no justifican sustituir nuestros valores nucleares por un relativismo moral.

La vida en sociedad depende de valores, que para algunos se determinan por razones religiosas, para otros por deducción filosófica de la propia naturaleza humana, para otros como fruto de la evolución social. Pero que en todo caso forman parte muy arraigada en nuestra cultura y determinan, tanto como el conocimiento científico, nuestras formas y posibilidades de convivencia.

Por eso con independencia de la confesionalidad o no del Estado, bien está Dios en la invocatoria introductoria de nuestras diversas constituciones, en el juramento constitucional y en los valores que la informan.

Claro, nada de esto puede atentar ni contra la tolerancia de las creencias de cada persona, ni contra la libertad religiosa, que es parte fundamental de la libertad que se deriva de la dignidad humana. Pero para defender esa libertad de quienes practican otras religiones, de agnósticos y de ateos debemos recurrir a los valores de la dignidad humana que encarnamos en nuestra religión cristiana.

Y claro siempre que sus prácticas no atenten contra los valores de nuestra constitución democrático liberal.

marodrige@gmail.com


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